Esta nueva
epistemología busca descubrir los fundamentos del pensamiento abstracto y
racional y los encuentra en las relaciones ontológicas y lógicas que efectúa la
mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales. La mente humana
efectúa diversas relaciones intelectuales para construir su mundo conceptual.
En la relación ontológica la mente distingue aquello que asemeja o diferencia
las cosas. Las cosas también se relacionan causalmente en la naturaleza,
llegando la mente a comprender que una cosa existe por causa de otra. También
la mente puede ordenar en una relación lógica dos o más relaciones ontológicas.
Por último, el intelecto descubre conceptos que pueden referirse a todas las
cosas que conoce.
Patricio Valdés Marín
Registro de propiedad intelectual
Nº 169.033, Chile
Prefacio a la colección El universo, sus cosas y el ser humano
El formidable desarrollo que ha experimentado la tecnología
relacionada con la computación, la informática y la comunicación electrónicas
ha permitido el acceso a un inmenso número de individuos de la cada vez más
gigantesca información. Por otra parte, existe bastante irresponsabilidad en
parte de esta información sobre su veracidad por parte de algunos de quienes la
emiten, tergiversando los hechos. Además, mucha de la información produce alarmas y temores, pues aquella gira
en torno a intrigas, conspiraciones, crisis y amenazas. Habría que preguntarse
¿hasta qué punto esta información refleja la compleja realidad? ¿Cuánta de toda
esa información es verdadera? ¿En qué nos afecta? Como resultado hemos entrado
en una era de desconfianza, relativismo y escepticismo. Sin embargo la raíz de
ello debe buscarse más profundamente.
Nuestras ideas son representaciones subjetivas y abstractas
de una realidad objetiva y concreta, pero la realidad es profundamente
misteriosa y nuestro intelecto es bastante limitado para aprehenderla. De este
modo se intentará reflexionar en forma sistemática
y unificada sobre los temas más trascendentales de la realidad. En este
discurrir, deberemos mantenernos críticos, en el sentido de análisis y juicio
referido a la realidad, pues dichas ideas no son “claras y distintas”, como
supuso Descartes. El filosofar que podemos emprender debe intentar entender
tanto el sentido último del universo, sus cosas y los seres humanos como
servirles de fundamento racional. Replanteándolo todo hasta querer bosquejar un
nuevo sistema filosófico, un nombre apropiado para esta obra de diez libros
podría ser simplemente El universo, sus
cosas y el ser humano.
Vivimos en un periodo histórico ya denominado posmodernismo,
que se caracteriza por el derrumbe de los dogmas y mitos religiosos y los sistemas
filosóficos tradicionales a consecuencia del enorme progreso que ha tenido la
ciencia moderna y su método empírico, contra cuyo descubrimiento de la realidad
no pudieron sostenerse. Sin embargo, la antigua sabiduría respondía de alguna
manera a las preguntas más vitales de los seres humanos: su existencia, su
sentido, el cosmos, el tiempo, el espacio, la vida y la muerte, Dios, la verdad,
el pensamiento, el conocimiento, la ética, etc., pero la ciencia, que ocupó su
puesto, no ha podido responderlas, ya que no son esas preguntas su objeto de
conocimiento. Por la ciencia entramos en una época de enorme conocimiento y
certeza, pero si no se es fiel a la verdad que devela, es fácil caer en el relativismo: ahora todo es opinable y no se
respeta ninguna autoridad, en cambio se pide respetar a cualquiera por
cualquier sonsera que esté diciendo; existe poca o ninguna crítica; aparecen
gurúes, charlatanes y falsos profetas por doquier, mientras la gente permanece desorientada
y escéptica; se divulga falsedades por negocio, fama o intereses espurios.
No se trata de revivir los antiguos dogmas religiosos y
sistemas filosóficos, sin embargo, 1º las preguntas que responden al ¿qué es?
filosófico, más que el ¿cómo es? científico, que éstos intentaban responder
están tan plenamente vigentes hoy, ya que sin aquellas nuestra vida sería vacía
y que la filosofía emergió como un esfuerzo racional y abstracto para conferir
unidad y racionalidad al mundo, y 2º, la ciencia sigue con firmeza develando
esta tan misteriosa realidad, puesto que no fue hasta el desarrollo de aquella
que el mundo comenzó a ser entendido como sujeto a leyes naturales y
universales de relaciones causales. En consecuencia, esta obra requerirá llegar
a los grados de abstracción que demanda la filosofía y a partir de justamente
la ciencia intentará responder a las preguntas más vitales. El criterio de
verdad que la guiará son las ideas universales y necesarias de ‘energía’ para
lo cosmológico y la complementariedad ‘estructura-fuerza’ para el universo
material.
EL CONTEXTO CÓSMICO
DE LA OBRA
Parafraseando el inicio del Evangelio de s. Juan (Jn. 1, 1),
afirmaremos, “En el principio, estaba la infinita energía”. La energía, que no
se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de
la termodinámica—, que no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni
tiempo ni espacio, que su efectividad está relacionada con su discreta
intensidad, que es tanto principio como fundamento de la materia, no puede
existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia.
Y Dios la causó y liberó en un instante, hace unos 13 mil setecientos millones
de años atrás, la codificó y la dotó de su infinito poder, creando el universo
entero. La cosmología llama “Big Bang” a esta ‘explosión’ y se puede definir
como un traspaso instantáneo, irreversible y definitivo de energía infinita a
nuestro material universo en el mismo instante de su nacimiento. La energía que
este agente suministró al universo, tal como si fuera un sistema, no termina en
desorden, sino sirve para generar y estructurar la materia. El Big Bang, que
sería el soplo divino, es también el instante del punto del comienzo de la
creación y es igualmente el manto que, desde nuestro punto de vista, envuelve
todo el universo. En el mismo grado
que el objeto que se aleja cercano a la velocidad de la luz del observador, que
de acuerdo con la contracción de FitzGerald se acorta en el eje común entre
objeto y observador, aseveramos que, con el fin de mantener la simetría, el
plano transversal del objeto a este eje se agranda recíprocamente hasta
identificarse con la periferia de nuestro universo. Inversamente, la
teoría especial diría que para un observador situado justo en el Big Bang, Dios
en este caso, el tiempo habría sido tan grande que ni una fracción
infinitesimal de segundo habría transcurrido. Una vez más, para este observador
la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuese la base de un
tronco que sostiene la inmensidad del universo, dándole unidad a través de una
inmensa relación causa-efecto. Dado que todo el universo tuvo un origen único y
común, entonces las mismas leyes naturales gobiernan todas las relaciones de
causa-efecto entre sus cosas. Para la causa del universo entronizada en el Big
Bang, a pesar de estar a alrededor de 13,7 mil millones de años de distancia en
el pasado, cada parte del universo estaría en su propio tiempo presente,
mientras que la manifestación de causalidad estaría recíprocamente presente en
todo el universo.
El universo conforma una unidad en la energía que no admite
dualismos espíritu-materia, como los postulados por Platón, Aristóteles o
Descartes. Así, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y
nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Tales de
Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló al “agua” y sus
tres estados como clave para incluir la diversidad del universo; después de él
otros sugirieron diversos entes como fundamento de la cosas; tiempo después
Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad,
concepto que hechizó a toda la filosofía posterior; ahora proponemos la idea de
“energía” para este mismo efecto metafísico. Si desde Heráclito la filosofía
comenzó a especular sobre el cambio que ocurre en la naturaleza, la ciencia
observó por doquier a conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se
transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen y ella
los reconoció, más que cambios, como procesos. El tiempo y el espacio del
universo están relacionados con el proceso. Ambos no son categorías kantianas a priori que residen en nuestra mente.
El tiempo proviene de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de
su extensión. La infinidad de interacciones originadas en el Big Bang
constituyen el espacio-tiempo del universo, donde cada ser u observador existe
en su tiempo presente y todo lo demás está entre su próximo y lejano pasado,
estando el Big Bang a la máxima distancia y siendo lo más joven del universo.
La velocidad máxima de las interacciones es la de la luz. La fuerza
gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su
origen en el Big Bang a dicha velocidad y que forzadamente se va separando
angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es una
enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el
horno), genera la fuerza de gravedad, teniendo como consecuencia su pérdida
asintótica de densidad. Y esta fuerza más el electromagnetismo y las otras dos
que ellas causan dentro de la estructura atómica producen la incesante
estructuración y decaimiento de las cosas.
Algunos científicos creen observar un completo
indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado
indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo
haya seguido la dirección impresa desde su origen según las propiedades de la
energía primordial y la relativa estabilidad de lo que se estructura. De modo
que la energía primigenia se convirtió en el universo y fue desarrollándose y
evolucionando, auto-regulado por lo posible en cada posible escala estructural.
La energía comprende los códigos de la estructuración de las partículas
fundamentales de la materia. Estas partículas poseen máxima funcionalidad, ya
que adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a viajar a la
máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. El universo que
percibimos es estructuración de
energía en materia en dos formas básicas, como masa según la famosa ecuación E
= m·c² y como carga eléctrica (positiva y negativa). La conversión en carga
eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia
entre dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente
100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto ejercerían la misma
fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra.
Infinitos y funcionales puntos o centros atemporales y adimensionales de
energía generan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y
relacionarse causalmente mediante también energía, estructurando enlaces
relativamente permanentes, generando la diversidad existente, que se rige por
el principio complementario de la estructura y la fuerza, y produciendo energía
cinética y/o ondulante que podemos sentir, que nos puede afectar y que mediante
éstas también podemos afectar a otras cosas.
El mundo aparecía naturalmente a nuestros antepasados como
caótico y desordenado, existiendo allí tanto nacimiento, gozo y regeneración
como sufrimiento, muerte y destrucción. Ellos se esforzaron en dar
explicaciones para dar cuenta de esta arbitraria situación y que resultaron ser
mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender
objetivamente este mundo y su evolución y desarrollo. El dominio de la ciencia
comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la
naturaleza, determinadas según sus leyes naturales, siendo válido para todo el
universo, y que es virtualmente todo lo que sabemos con mayor, menor o total
certeza. Las hipótesis científicas concluyen en la definición de las leyes
naturales que rigen la causalidad del universo a través de la demostración
empírica y la observación. La ciencia devela que en el curso de su existencia
el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una
complejidad cada vez mayor de la materia, la que se ha venido estructurando en
escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde las estructuras
subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas,
sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más
complejas no ha cesado. Las estructuras, que se ordenan desde las partículas
fundamentales hasta el mismo universo, son unidades discretas funcionales que componen
estructuras de escalas mayores y cada vez más complejas (por ejemplo, solo
existe un centenar de tipos de átomos relativamente estables y unos 50.000
tipos de proteínas) y son formadas por unidades discretas funcionales de
escalas menores. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad es el ser
humano, el homo sapiens del orden
mamífero de los primates.
Como todo animal con cerebro, que ha venido adaptativamente a relacionarse con
el medio a través del conocimiento, la afectividad y la efectividad y que
necesita satisfacer sus instintos primordiales, fijado por la especie, de
supervivencia y reproducción, el ser humano es capaz de generar estructuras
psíquicas (percepciones e imágenes) a partir de la materialidad biológica y
electro-química de este órgano nervioso central y de las sensaciones que
proveen los sentidos. Pero a diferencia de todo animal el más evolucionado
cerebro humano tiene capacidad de pensamiento racional y abstracto, pudiendo
estructurar en su mente todo un mundo lógico y conceptual, a partir de
imágenes, y que busca representar el mundo real que experimenta y comprender el
significado de las cosas y de sí mismo. Él estructura en su mente relaciones
lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y también puede comprender las relaciones
causales de su entorno. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que emplea
primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también
para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura. La realidad que
conoce es la sensible y, por tanto, material. Su accionar más humano en el
mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es
producto de su razonar deliberado. En esta misma escala su afectividad, más
allá de sensaciones y emociones, se estructura propiamente en sentimientos.
Persiguiendo vivir la vida con la mayor plenitud posible, los individuos
humanos se organizan en sociedades que buscan la paz, el orden, la defensa, el
bienestar y la explotación de los recursos económicos a través de la
cooperación y la justicia, pero muy imperfectamente, ya que algunos fuerzan
satisfacer necesidades individuales de modo desmedido y otros dominan y
explotan al resto. Son objetos (no sujetos) de los derechos reconocidos como
fundamentales por la sociedad civil, y resguardados por sus instituciones de
poder político.
Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí
mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su
multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo,
pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el
paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es
funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí
misma. Si el individuo se estructura a partir de partes que anteriormente
pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos
individuos, la persona se estructura a partir de energía que permanecerá en lo
sucesivo estructurada. La conciencia humana es el advertir que el yo (el
sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su
intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad
que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración
de la energía como producto del intencionar, en lo que llamaremos conciencia
profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. El punto
de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que
depende de la razón y los sentimientos y que se relaciona al otro a través del
amor o el odio; ésta se identifica con el ejercicio de la libertad y con la
autodeterminación, siendo lo que caracteriza al ser humano. La conciencia
profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es
transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia
sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte
fisiológica del individuo. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo
de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se
fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo
inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial.
La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad
psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que,
a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser
humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal
transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Desde esta
perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la
vida y estar consciente de la vida eterna y sus demandas. Estas explicaciones
son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico
alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, ya que solo conocemos lo
sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y parapsicológico
reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico por la energía
que incluye tanto lo material como lo inmaterial.
Y cuando la muerte, propia de todo organismo biológico,
desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es propiamente
la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han
unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la
destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo,
inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía,
manifiestamente incapaz ahora de existir. Considerando que ya no resulta
necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción,
como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de
existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material
y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no
puede tener efectos sobre la materia. Asimismo, desaparecen nuestros atesorados
conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que
percibimos a través de nuestros sentidos animales como también nuestra forma de
pensamiento racional y abstracto y memoria basados en el cerebro biológico.
Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendental, de pura energía, pero implícita
en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y
relacionarnos que corresponde a esa insondable y misteriosa realidad que se
presentaría, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena. Pero la
persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría y buscaría
afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder
manifestarse y expresarse en forma plena de conexión. La esperanza es que quien
en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso
según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, estará finalmente, cuando muere,
en condiciones de acceder al Reino de misericordia, amor y bondad, que Jesús
conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, y existir colmadamente. De ahí
que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal
durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se
interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía
liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.
Los libros de esta obra se enumeran y titulan como sigue:
Libro I, La materia y
la energía (ref. http://unihum1.blogspot.com/),
es una indagación filosófica sobre algunos de los principales problemas de la
física, tales como la materia, la energía, el cambio, las partículas
fundamentales, el espacio-tiempo, el big bang, la forma y el tamaño del
universo, la causa de la gravitación, agujeros negros, y llega a conclusiones
inéditas.
Libro II, El
fundamento de la filosofía (ref. http://unihum2.blogspot.com/),
analiza lo que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone
la concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y
el caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad
espíritu y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo
múltiple, y sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento
científico.
Libro III, La clave
del universo (ref. http://unihum3.blogspot.com),
expone la esencia de la complementariedad de la estructura y la fuerza como el
fundamento del universo y sus cosas, que es coextensiva del ser y que es el
tema tanto de la ciencia como de la filosofía, con lo que se supera toda
contradicción entre ambas ramas del saber objetivo.
Libro IV, La llama de
la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com/),
se remite a una teoría del conocimiento que identifica las funciones
psicológicas del cerebro, en tanto estructura fisiológica, con generadores de
estructuras psíquicas, siendo ambas estructuras propias de nuestro universo de
materia y energía, y descubre que las imágenes y las ideas son estructuraciones
en escalas superiores que parten de las sensaciones y las percepciones de
nuestra experiencia.
Libro V, El
pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com),
desarrolla una nueva epistemología que busca descubrir los fundamentos del
pensamiento abstracto y racional en las relaciones ontológicas y lógicas que
efectúa la mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales.
Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.
Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.
Libro VII, La decisión
de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/),
trata de una de las funciones de los animales, la efectividad, que
específicamente en el ser humano se estructura como voluntad, que proviene de
su actividad racional, que se manifiesta en su acción intencional, que es
juzgada por la moral, la ética y la norma jurídica, y que confiere sustancia y
sentido a su vida.
Libro VIII, La flecha
de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/),
en las fronteras de la reflexión filosófica y aún más allá, intenta explicar la
relación de lo humano con lo divino, la que comienza por la capacidad natural
del ser humano para reconocer y alabar la existencia de lo divino, y la que
termina en una invitación divina a una existencia en su gloria.
Libro IX, La forja del
pueblo (ref. http://unihum9.blogspot.com/),
analiza una filosofía política que parte del ser humano como un ser tanto
social como excluyente, tanto generoso como indigente, para indicar que la
máxima organización social debe estar en función de los superiores intereses de
la persona, finalidad que se ve entorpecida por anteponer artificiosamente el
derecho al goce individual a los derechos de la vida y la libertad.
Libro X, El dominio
sobre la naturaleza (ref. http://unihum10.blogspot.com/),
estudia el contradictorio esfuerzo humano de supervivencia y reproducción para
conquistar y transformar su entorno a través de una asignación desequilibrada
de recursos económicos, entre los cuales la tecnología, como creación de la
mente humana, es una prolongación del cuerpo para reemplazar su esfuerzo, la
demanda por capital es proporcional a la oferta de trabajo, y la naturaleza
resulta demasiado limitada para las ilimitadas necesidades humanas que
satisfacer.
Deseo expresar mi reconocimiento y mis más vivos
agradecimientos a mi esposa Isabel Tardío de Valdés. Sin su paciencia, apoyo
moral y cariño esta obra no habría sido posible.
Patricio Valdés Marín
CONTENIDO
Prólogo
Introducción
Capítulo 1. El objeto del conocimiento
Introducción
Introducción
Realidad y misterio
Relaciones
Conocimiento universal
Del mito al conocimiento objetivo
La trascendentalidad del conocimiento objetivo
Capítulo 2. El pensamiento abstracto
Cambio y mutabilidad
El conocimiento objetivo
El conocimiento abstracto
La estructuración del conocimiento
El sistema del pensamiento
Capítulo 3. La relación ontológica
La esencia
La unión y la intersección
El producto del conocimiento abstracto
Capítulo 4. La relación causal
Causalidad y conocimiento
Ley y conocimiento
Relación causal y realidad
Capítulo 5. La relación lógica
Concepto y símbolo
Lógica formal
Deducción e inducción
El mundo de la lógica
Capítulo 6. La relación metafísica
La metafísica
La esencia de la metafísica
La relación metafísica
El pensar metafísico
Relaciones
Conocimiento universal
Del mito al conocimiento objetivo
La trascendentalidad del conocimiento objetivo
Capítulo 2. El pensamiento abstracto
Cambio y mutabilidad
El conocimiento objetivo
El conocimiento abstracto
La estructuración del conocimiento
El sistema del pensamiento
Capítulo 3. La relación ontológica
La esencia
La unión y la intersección
El producto del conocimiento abstracto
Capítulo 4. La relación causal
Causalidad y conocimiento
Ley y conocimiento
Relación causal y realidad
Capítulo 5. La relación lógica
Concepto y símbolo
Lógica formal
Deducción e inducción
El mundo de la lógica
Capítulo 6. La relación metafísica
La metafísica
La esencia de la metafísica
La relación metafísica
El pensar metafísico
PRÓLOGO
Uno de los fenómenos del universo más difíciles de entender
es el que tiene que ver con el conocimiento humano. No sólo se trata de un
fenómeno complejo en sí mismo, sino que en el curso de milenios ha estado
rodeado de todo tipo de interpretaciones, algunas de las cuales poco
tienen que ver con su verdadera naturaleza. No sólo se trata de comprender que
en nuestro cerebro puedan existir representaciones de objetos, como si fueran
fotografías o películas, representaciones que todos los animales cerebrados
tenemos en mayor o menor grado, sino que –cosa sumamente sorprendente– en el
cerebro específicamente humano parte de sus contenidos mentales o
representaciones ni siquiera se relacionen directamente con objetos concretos,
no obstante estar refiriéndose a la realidad que experimentamos.
Resulta más sorprendente aún que podamos referirnos con toda
certeza a una realidad de objetos tan singularmente concretos empleando
representaciones tan abstractas cuyas relaciones con aquellos no son evidentes
como, como tampoco son evidentes las relaciones mentales que hacemos entre dos
objetos tan dispares como “esa rosa marchita” y “aquel neumático pinchado”. Y
sin embargo, para un niño que juega, un poeta inspirado, un funcionario de la
municipalidad o una ama de casa la relación entre ambos puede estar llena de
significados para nada aparentes.
La mente humana tiene la capacidad intelectual para
construir todo un mundo conceptual tan significativo como abstracto y que,
aunque se trate de la más pura fantasía, está indisolublemente referido al
mundo de las cosas concretas que nos rodean y experimentamos. Pero no sólo ella
es capaz de construir un mundo conceptual a partir de la experiencia que tiene
del mundo de cosas concretas, sino que busca que aquel mundo está referido
plenamente a éste, esforzándose para que aquél sea lo más verdadero posible,
incluso en contra de la fuerte tendencia que imponen nuestros sentimientos y
emociones que son más afines a la seguridad de lo erróneo que al posible
peligro de lo por conocer. Aún más, la mente construye un mundo ordenado y
comprensible a partir de objetos que pertenecen a una realidad aparentemente
desorganizada y caótica. La inteligencia consiste en hallar las relaciones más
significativas entre la caótica multiplicidad y mutabilidad propia del mundo
real con el propósito de encontrar su orden y unidad.
Este libro describe y analiza cuatro tipos de relaciones
intelectuales que la mente humana efectúa para construir este mundo conceptual.
Éstas son la ontológica, la causal, y la lógica y la metafísica. Por medio de
la primera la mente, en su pensamiento abstracto, distingue aquello que asemeja
una cosa con otra y aquello que las diferencia, llegando a definir una cosa por
otras; en este tipo de relaciones existe un movimiento que va desde lo
individual a lo universal. Pero las cosas también se relacionan causalmente en
la naturaleza, llegando una cosa a existir por causa de otra; la mente puede
llegar a conocer esta dependencia natural del efecto a su causa en tanto
dependencia natural. También la mente puede ordenar en una relación lógica dos
o más relaciones ontológicas en lo que llamamos pensamiento racional en un
camino que va y viene entre lo particular y lo general. Por último, el
intelecto descubre conceptos que pueden referirse a todas las cosas que conoce
y busca comprender su significado real.
INTRODUCCION
Hace unos 200.000 años atrás y por una extensión de al menos
unos 80.000 años, la evolución del género homo pasó por una fase acuática que
dio origen a la especie sapiens. Durante este tiempo, el homo sapiens adquirió
las características que lo separó del homo ergaster, especie del que provenía.
El medio acuático lo diferenció de su antecesor principalmente porque su dieta
fue muy rica en proteínas cuando supo explotar el nuevo nicho de peces y
moluscos marinos. No sólo esta dieta favoreció el desarrollo del cerebro, sino
que el medio acuático lo separó morfológicamente de sus antepasados.
La evolución marcha rápida y es profunda cuando un grupo
permanece aislado en un ambiente muy distinto del que tenía y está además constituido
por relativamente pocos individuos para que las mutaciones benéficas puedan
propagarse a toda la población en pocas generaciones. Al cabo de algunas
decenas de miles de años, podemos suponer que nuestra especie habría
evolucionado hasta adquirir las características anatómicas que nos caracteriza
y que nos diferencia de los otros homínidos. Estas características han sido
descritas en la “teoría acuática” propuesta por Sir Alister Hardy (1896-1985),
en 1960, y Elaine Morgan (1920-), en Eva al desnudo, 1972. Esta última
antropóloga explica que ciertos rasgos propios del homo sapiens sólo pudieron
aparecer durante una etapa de su evolución ocurrida en el agua. Aunque ambos
postulaban que tal evento ocurrió en el Plioceno, es mucho más probable que esta
etapa pudiera haber sucedido justamente ya muy avanzado el Pleistoceno, y
precisamente en la época indicada por la teoría del ADN mitocondrial para el
origen del homo sapiens.
Entre los rasgos anatómicos distintivos que nos separa de
los demás primates la teoría acuática menciona algunos muy característicos.
Así, no sólo el pelaje desapareció, sino que el escaso vello que quedó está
dispuesto de manera distinta del pelo de los demás primates, pues sigue la
dirección de la corriente de agua en un nadador, dato que puede ser útil al
momento de afeitarse. Las yemas de los dedos del ser humano adquirieron una
marcada sensibilidad, la que puede deberse a la necesidad que tuvo en la era
acuática para tantear moluscos que no se pueden ver con precisión bajo el agua.
Su capa de grasa subcutánea es similar a la de otros mamíferos acuáticos, pero
es distinta de los otros primates, y pudo deberse a la manera de mantener la
temperatura corporal dentro del agua cuando debió reemplazar el pelaje como
abrigo corporal, pero que estorbaba en el agua. El cabello se mantuvo sólo
sobre el cráneo, que el nadador mantenía fuera del agua, probablemente como
protección solar y, en el caso de las mujeres, es más largo para que las crías,
también eximias nadadoras, pudieran asirse. Las crías humanas pueden nacer bajo
el agua y en sus primeros meses los bebes pueden nadar sin ahogarse. Los
lacrimales sufrieron el desarrollo que demandaba el nuevo hábitat marino. A
diferencia de los simios, la nariz humana se prolongó para construir un techo
cartilaginoso, dirigiendo la apertura de las fosas nasales hacia abajo para
impedir que el agua ingrese a las vías respiratorias cuando se aspira con la
cara mojada. Los incipientes cartílagos entre los dedos de nuestras manos
apuntan hacia la función natatoria de las patas palmípedas de los ánades y
otras aves marinas.
El lenguaje articulado fue posible cuando, justamente, en la
etapa acuática de la especie la laringe adquirió una posición más baja en el
cuello, lo que permitía a nuestros antepasados de hace 200.000 a 120.000 años
atrás nadar y sumergirse sin que el agua ingresara a sus pulmones por la
tráquea. Esto produjo un aumento del tamaño de la faringe, que es el espacio
situado entre el fondo de la cavidad nasal y la laringe y que constituye una
cámara inexistente en los restantes animales. La ampliación estructural de la
faringe permitió a aquellos antepasados y permite a nosotros emitir
precisamente los sonidos vocales que requiere el lenguaje articulado.
En el hábitat de praderas el homo ergaster y su antecesor,
el homo habilis, habían sobrevivido y evolucionado para adquirir los rasgos
anatómicos que los caracterizaban. Se supone que lo central de su dieta habría
sido la médula de carroña suplementado por frutas, raíces, semillas y alimañas.
Grupos de homo ergaster, que ocupaban zonas costeras con extensiones amplias de
agua de bajo fondo, como el mar Rojo, que eran ricas en las nutritivas
proteínas de peces y mariscos, habían encontrado la técnica de pescar y
mariscar. Esta dieta rica en proteínas posibilitó el crecimiento del cerebro,
condición necesaria para originar el homo sapiens. La nueva expansión del
cerebro ocurrida desde hace unos 200.000 años atrás y que desarrolló los
lóbulos frontales no hubiera ocurrido probablemente si acaso el nuevo hábitat
no hubiera tenido abundancia de alimentos para una dieta suficientemente rica
en nutrientes y calorías, como es el caso de una dieta basada principalmente de
peces y mariscos, para suplir la mayor demanda energética que exige un mayor volumen
cerebral en relación al cuerpo.
Desde el punto de vista del desarrollo del cerebro y de la
expansión de la caja craneana, el filum homo había atestiguado probablemente
dos saltos anteriores. El primero ocurrió cuando un grupo de homínidos adoptó
la postura erguida, hace unos dos y medio millones de años, con lo que el
cráneo se liberó de la musculatura que lo aprisionaba para mantenerlo
horizontal y consecuentemente creció. Posteriormente, hace unos dos millones de
años, posiblemente ayudado por una nueva dieta rica en proteínas que su mayor
inteligencia había descubierto, se produjo en nuestros antepasados una mutación
genética, por la cual el desarrollo muscular de las mandíbulas se vio limitado,
a la vez que el cráneo se vio nuevamente más libre del aprisionamiento
muscular.
También es probable que este aislado grupo deviniera,
durante esa etapa, en la primera tribu de homo sapiens, pues su cerebro habría
adquirido en ese entonces la capacidad de pensamiento racional y abstracto que
toda su descendencia tendría, como también de las características que
caracterizan a la psicología humana. Pero a diferencia de las otras
adaptaciones surgidas como soluciones concretas al nuevo ambiente playero, esta
capacidad no fue probablemente una mejor adaptación, sino una determinada y
novedosa organización cerebral que surgió en forma aleatoria, sin propósito
definido, pero que terminó por demostrar su portentosa utilidad a través del
lento devenir del tiempo.
El pensamiento específicamente humano es aquél de las ideas
abstractas que permiten conceptualizar la realidad, y del razonamiento lógico
que permite obtener un mayor conocimiento de ésta. Adicionalmente, son
específicamente humanos los sentimientos en el plano afectivo y la voluntad de
la acción intencional en el plano efectivo. Todos estos productos psíquicos de
la mente humana, que tienen por fundamento la estructura cerebral y su modo de
funcionamiento, se erigen sobre un substrato neuronal y psíquico que es común a
todos los animales superiores, pero que ha sufrido un extraordinario desarrollo
en el homo sapiens.
Es posible actuar socialmente en torno a un objetivo sin
necesidad de ser ni muy lógico ni muy abstracto. El lenguaje puede surgir sin
tantas habilidades intelectuales. En realidad, tomó casi toda la historia de la
humanidad para que las capacidades intelectuales exhibidas por el homo sapiens
en su comienzo mostraran todo su esplendor en algunos pueblitos de la Grecia
antigua. Incluso en la actualidad, gran parte de la población humana vive su
vida plenamente sin usar mucho su cabeza, sino más bien siguiendo servilmente
el ritual impuesto por la cultura, la ética incluida.
La teoría paleoantropológica, que busca trazar los orígenes
de nuestra especie mediante el análisis del ADN mitocondrial de los diversos
pueblos existentes en la actualidad, postula que es probable que los seres
humanos modernos provengan de una sola “Eva”, que vivió en África hace unos
120.000 a 200.000 años atrás. Es probable también que Eva perteneciera a un
reducido grupo de homo ergaster que se hubiera establecido en las aisladas
playas de la costa africana que van desde el Mar Rojo hasta el cabo de Buena
Esperanza. Justamente en tales lugares se han descubierto conchales que delatan
huellas de asentamiento humano que datan del Pleistoceno. Durante dicha época
este grupo de homínidos evolucionó en homo sapiens en medio de una dramática
presión ambiental que extinguió al homo ergaster y que estuvo a punto de causar
su extinción.
Por otra parte, el ser humano moderno de todas las razas,
cuya característica más distintiva fue el desarrollo del cerebro para
permitirle el pensamiento abstracto y racional, los sentimientos y la capacidad
de la acción intencional, proviene genéticamente de un “Adán” que vivió hace
60.000 años. Sus descendientes se expandieran por todo el planeta. De otro
modo, las razas que existen en la actualidad, repartidas por los continentes,
hubieran sido distintas especies de homo sapiens.
Posteriormente, hace 75.000 años atrás, la emergente
población de homo sapiens sufrió casi una extinción que hizo peligrar su
prolongación a causa de la violenta erupción del súper volcán Toba, en Sumatra.
Las cenizas cubrieron por años la atmósfera, bloqueando la luz del Sol y
produciendo un descenso de 10º C de la temperatura global promedio. Los gases
volcánicos acidificaron la atmósfera y el agua dulce. Tres cuartas partes de la
vegetación pereció y muchas especies se extinguieron. Se estima que la
población humana se redujo a un par de miles de individuos.
Desde entonces y esa tranquila costa en la base del Cuerno
de África, los descendientes con abombadas frentes de esta primera tribu humana
dirigieron sus aventureros y adaptables pasos para conquistar primero Asia,
Europa y el interior de África, según explica la teoría “fuera de África”, y en
el transcurso del tiempo ocupar toda la Tierra, e incluso haber pisado la Luna.
Sus primos erectus y neandertales habían emigrado de África
cientos de miles de años antes, cuando recién habían dejado de ser homo
habilis. En contra de la imagen popular, no sólo eran probablemente tan peludos
como sus parientes simios, y en el caso de los neandertales también su pelambre
se habría tornado mucho más denso para resistir las gélidas temperaturas en la
Europa de la Edad glacial. Al menos no existe ninguna evidencia que apoye la
postura contraria. Por el contrario, las especies y razas de otros animales que
habitan las zonas árticas poseen gran abundancia de pelaje. Pero aunque habían
adquirido una capacidad craneana no sólo significativamente mayor que la de sus
antepasados habilis, sino que incluso algo mayor que la de sus propios primos
desnudos, los neandertales actuaban como sus antepasados más primitivos,
posiblemente de manera algo más sofisticada, pues esa enorme capacidad craneana
no los hacía mejores para razonar ni para conceptualizar los objetos del
conocimiento.
En cuanto a la nueva capacidad de pensamiento racional y
abstracto del recientemente aparecido homo sapiens, ésta no produjo una
revolución tecnológica inmediata distinta de sus primos neandertales. Por
muchas decenas de miles de años ambas especies actuaban de manera similar,
desbastando piedras para fabricar hachas y cuchillos, aguzando y pelando ramas
rectas, cazando, recolectando. Nuestros peludos primos funcionaban
estupendamente bien en un medio helado ocupado por mamut, renos, osos y otros
lanudos animales de aquella época. Pero con el tiempo, más inteligentes para
descubrir las mejores maneras de adaptarse a distintos hábitat, los desnudos
sapiens llegaron también a ocupar el territorio de sus peludos parientes y a
competir con ellos cuando lograron inventar los abrigadores trajes de pieles
tras desarrollar la aguja, el hilo, precisas herramientas para cortar cuero y
métodos para curtirlo. Utilizando una mínima fracción de su gran capacidad de
pensamiento conceptual y lógico, les permitió ocupar y dominar un hábitat para
el cual no estaban naturalmente dotados.
Lo anterior nos está demostrando que no basta con tener la
capacidad neuronal para razonar como Einstein o componer música como Mozart. La
materia bruta del pensar es inútil si acaso no está tallada por la cultura y la
formación individual. Y el resultado es aún mejor cuando la talla es más fina.
Genios potenciales pudieron haber habido multitudes entre nuestro antepasados
en estos 100.000 años o más de existencia del homo sapiens, pero nunca se
destacaron, con toda probabilidad ni siquiera como eximios fabricantes de
lanzas.
Porque fueron capaces de valorar las ventajas que brindaban
ciertas cosas, en forma muy lenta, casi imperceptible, nuestros antepasados se
fueron distanciando del homo ergaster y fueron atesorando una innovación allí,
un descubrimiento allá, una idea acullá. Nuestros antepasados eran tan rápidos
como nosotros para apreciar una oportunidad, aprender de ella y sacarle el
máximo provecho. Lo difícil era, como lo es hoy, inventar, descubrir o idear
algo nuevo. La rueda puede ser algo tan útil como parecer tan simple, pero fue
un invento que apareció sólo hace unos 4.500 años atrás en Caldea. Ahora
moviliza nuestra civilización.
La cultura resultó ser un mecanismo más poderoso que la
evolución biológica como forma de adaptación al medio, pues ha llegado hasta
transformarlo. Ella, que en el fondo no sólo es comunicación, sino principalmente
memoria, se encarga generalmente de que las ideas que han demostrado su
utilidad no se pierdan. Además, una idea trae consigo otra que perfecciona la
anterior. El conocimiento es acumulativo mientras la cultura no sea destruida,
como ocurrió, por ejemplo, con la caída del Imperio romano. En nuestra época
somos testigos de una revolución permanente de la tecnología y de las ideas que
día a día van superando lo avanzado.
Uno de los resultados más sorprendentes del advenimiento del
homo sapiens y su portentosa inteligencia fue la posibilidad de vivir en
tribus. Probablemente, sus ancestros habían vivido socialmente en tropas, como
los actuales chimpancés y gorilas. Una tribu permite una adaptación
extraordinaria al medio, pues el conocimiento de la experiencia individual se
puede transmitir a todos sus miembros y se conserva indefinidamente en la
comunidad, acrecentándose con las experiencias de los demás en lo que
constituye la cultura. Adicionalmente, la inteligencia humana posibilita el
conocimiento íntimo de los alrededor de 60 a 120 compañeros que integraba o
integra corrientemente una tribu. En fin, aquello que distingue una tribu de
una tropa es la formidable acentuación de la solidaridad y la cooperación en la
genética humana, por las cuales se pueden vencer los obstáculos que va
presentando el medio hasta llegar hasta dominarlo y someterlo. Una tribu es una
comunidad humana compuesta por miembros que comunican conceptos abstractos y
lógicos, que se conocen íntimamente, se estiman y se respetan, donde, más que
la simple convivencia, reina la solidaridad y la cooperación. El hábitat
natural de todo ser humano, producto de la evolución genética, es la tribu.
Toda estructuración social que no respete la naturaleza o el modo de ser tribal
produce hondos conflictos psicológicos y morales en los individuos.
Ciertamente, la convivencia tribal nunca ha sido el Edén
bíblico. El afán individual de supervivencia y reproducción choca contra la
necesidad de subsistencia comunitaria, y antes que brote en abundancia el
respeto, la generosidad y la misericordia, a menudo lo que aflora son la
codicia, la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la
soberbia, que son los vicios englobados como “pecados capitales” en las
enseñanzas morales desde los tiempos de los primeros cristianos.
Además, en la perspectiva inclusión-exclusión social, si los
miembros de la propia tribu son considerados vecinos, colaboradores,
compañeros, camaradas, amigos, los miembros de las otras tribus son juzgados
como foráneos, competidores, rivales, adversarios y hasta enemigos. Esta
situación antropológica genera los principales conflictos sociales, étnicos e
internacionales. La solución ha sido y es englobar las unidades discordantes en
un todo mayor incluyente.
Si la cultura nos permite aprovechar las ventajas del
conocimiento acumulativo y las profundas tendencias psicológicas de solidaridad
y cooperación implantadas en nuestro genoma, no es garantía alguna de
generosidad, humanidad y misericordia. El siglo XX ha sido testigo de las
peores tragedias de matanzas y destrucción que han ocurrido en la larga y
convulsiva historia de la humanidad. Decenas de millones de seres humanos han
sufrido muertes horribles, tempranas, y sobre todo innecesarias, en manos de
sus congéneres. Las peores maldades y destrucciones han sido llevadas a cabo
por personas y pueblos que se suponía eran lo más acabado y refinado de la
civilización cristiana. Incluso ahora, poderosas y muy civilizadas naciones
desvían importantes recursos para construir arsenales militares que podrían
destruir varias veces el planeta donde todos vivimos, y todo ello decidido por
personas sensatas, afectuosas y muy correctas, que aplican todas sus facultades
intelectuales para determinar como matar y destruir con la mayor eficacia
posible.
El pensamiento humano es un arma poderosa que muchas veces
nos presenta la realidad en forma muy distorsionada. Pero la realidad es, por
el contrario, infinitamente compleja, y nosotros, en nuestra soberbia
pretendemos saberlo todo y cometemos graves equivocaciones. Además de la
soberbia, también funcionan en nuestras decisiones la codicia, la venganza, el
odio y otras lamentables pasiones, propias de nuestras limitaciones y de
nuestro afán por la supervivencia y la reproducción.
Si el pensamiento humano es virtualmente nada sin la
cultura, con la cultura puede tornarse en un arma mortal cuando las pasiones no
se le sujetan y cuando, en cambio, no se adopta una actitud de humildad. Sólo
el pensamiento nos permite conocer profundamente la realidad que nos rodea,
poetizar en torno a ella, e incluso postular la existencia de un ser creador
del universo y glorificarlo por ello. Solo cuando llega a ser misericordioso
con el necesitado y busca la justicia y el amor, el pensamiento humano,
finamente tallado por la cultura, la educación y una sabia formación, puede
llegar a ser un cocreador del universo. Solo cuando los más altos valores
humanos se encarnan en la cultura podemos respirar con un cierto alivio
acotando las atrocidades que continuamente asechan el paso de la humanidad por
la historia. Sólo cuando se respeta nuestras características genéticas y modo
de ser tribal, podemos ser más humanamente cordiales.
El poder reproducir la realidad en representaciones de
imágenes subjetivas es una capacidad de la inteligencia animal, pero el poder
de representarla en conceptos abstractos es propio del pensamiento humano.
Además, el poder relacionar estas representaciones lógicamente y generar un
orden o una estructura que no es evidente en la pura observación de la realidad
es una capacidad del pensamiento racional. El poder traducir verbalmente los
conceptos es propio de la palabra, y el poder relacionar y estructurar estas
unidades racionalmente es propio del lenguaje comunicativo de la cultura de
cualquier comunidad humana. El poder almacenar los volátiles pensamientos en la
escritura, como tablillas de barro, libros o cintas y discos electrónicos, es
acrecentar la cultura. Para precisar más, el pensamiento humano es la capacidad
para relacionar imágenes, ideas y proposiciones es estructuras más complejas.
Se pueden distinguir dos tipos de procesos de pensamiento netamente humanos
distintos, pero que habitualmente son englobados en lo racional, conduciendo a
graves errores teóricos. Estos son el pensamiento abstracto y el pensamiento
específicamente racional.
El pensamiento abstracto relaciona imágenes e ideas más
concretas en conceptos más abstractos, que son más universales. En esta
relación, importa la verdad, es decir, la mayor o menor correspondencia entre
la idea y la cosa., además del grado de universalidad, que es la cantidad de
cosas o ideas menos universales que son referidos por el concepto. Para lograr
una máxima veracidad el pensamiento debe ejercer el criticismo, que es la capacidad
para volver a la cosa concreta si se quiere pensar y hablar de la realidad y no
de fantasía. Por su parte, el pensamiento racional relaciona los conceptos en
proposiciones o juicios, y éstos, en relaciones lógicas. Lo que importa aquí es
la validez de estas relaciones lógicas. Si las premisas son válidas y si la
mecánica lógica es la adecuada, entonces la conclusión será también válida. La
verdad no compete a la lógica. Pero si las proposiciones son válidas y
verdaderas, y la mecánica lógica es la adecuada, entonces la conclusión, que no
está explícita en las premisas, resulta verdadera. Aunque las premisas sean
válidas, basta que exista alguna falsedad en ellas para que la conclusión sea
falsa.
El pensamiento racional y abstracto del ser humano lo separa
de sus antecesores homínidos y del resto de los animales, y lo coloca en un
lugar muy especial entre las criaturas del universo. Mediante esta capacidad
intelectual, un ser humano adquiere conciencia de sí, comprende lo que vincula
una causa con su efecto, consigue dominar su entorno, comunicar su experiencia
a otros seres humanos y comprender la experiencia de éstos. No sólo puede con
otros humanos generar cultura, sino que puede maravillarse del mundo que lo rodea
y reconocer a su Hacedor.
CAPITULO 1. EL OBJETO DEL CONOCIMIENTO
El objeto del
conocimiento es la realidad del universo de materia y energía. Esta realidad es
misteriosa, hecho que no impide conocerla con gran profundidad. Su conocimiento
es necesario para responder a tantas interrogantes que nos permiten definir
mejor nuestra identidad e indicarnos mejor el sentido de nuestras vidas. El
mito, como forma de parcializar el misterio, es un intento para explicar la
realidad, pero es errado. Tanto la filosofía como la ciencia persiguen superar
el mito para explicar la realidad, determinar su verdad y penetrar en su
misterio. Sólo el conocimiento objetivo tiene el potencial para obtener certeza
y superar el mito.
Introducción
El problema del objeto del conocimiento fue abordado por
Immanuel Kant (1724-1804), y lo hizo desde la perspectiva del dualismo. Éste,
que separa el universo en dos naturalezas irreconciliables –la espiritual y la
material–, ha acosado a la filosofía desde que se quiso explicar la antinomia
de lo uno y lo múltiple a partir de las posturas contradictorias de Parménides
y Heráclito, en el siglo V a. C. La solución de Kant fue propia de quien supone
que la realidad sensible y material es caótica y que solo el espíritu puro es
capaz de imponer orden desde su propia naturaleza racional.
Kant supuso que no es posible el conocimiento de las cosas
en sí mismas, las que pertenecen a la realidad “nouménica,” pues no son objetos
de nuestros sentidos. Según él nuestra mente está constituida de modo tal que
sólo cierto material de esta realidad se le presenta, siendo incapaz de
conocerla por entero. Solo podemos llegar a conocer fenómenos, que son la apariencia
de la “cosa en sí,” es decir, las cosas
como se nos aparecen o como nos afectan. Puesto que la materia fenoménica
constituye lo múltiple y vario, lo caótico e informe, también las sensaciones
solas tienen tales características. Este material bruto de las impresiones
sensibles, que afecta nuestra facultad perceptiva externa, es algo todavía carente
de orden, siendo una maraña del sentido, y tiene que ser elaborado y ordenado
mediante la forma a priori, la que implica siempre necesidad. Frente a este
material nos comportamos pasiva y receptivamente. En las formas a priori, en
cambio, el espíritu se conduce activo y aun espontáneo. El conocimiento
sensible en el entendimiento es la síntesis de dos elementos: 1º una materia,
que es lo dado y está constituida por datos empíricos que provienen de la cosa
en sí a través de las sensaciones, y 2º una forma que está constituida por el
espacio y el tiempo, que es a priori e independiente de la experiencia y que
sirve para ordenar las sensaciones procedentes de la cosa en sí. Esta forma es
inmaterial, pues pertenece al entendimiento, que es inmaterial. De esta manera
el entendimiento llega espontáneamente a crear el objeto del conocimiento.
Para Kant, en el conocimiento inteligible hay también una
materia y una forma. Su materia es el fenómeno, y está dado por el
entendimiento. No constituye conocimiento inteligible mientras no se una al
elemento formal a priori y subjetivo que son las categorías, las que sirven
para ordenar el conocimiento inteligible. Hay doce categorías que constituyen
otras tantas formas de ordenar los objetos en juicios. Ellas son formas a
priori de la razón, pues son subjetivas y totalmente independientes de la
experiencia, constituyendo condiciones trascendentales del conocimiento. El
conocimiento es trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de
principios a priori impuesta por el sujeto que permite ordenar la experiencia
procedente de los sentidos.
La filosofía trascendental de Kant es la doctrina que
estudia la manera de cómo los objetos de la experiencia sensible llegan a ser
posibles en el pensamiento a través de las formas subjetivas apriorísticas del
espíritu. En su Crítica a la razón pura,
afirmaba: “Nuestro pensamiento se origina de dos fuentes básicas del espíritu:
la primera (el entendimiento) es la facultad de recibir las representaciones,
en tanto que la segunda (la razón) es la facultad de conocer con el pensamiento
un objeto sirviéndonos de aquellas representaciones. Por la primera se nos da
el objeto, mientras que por la segunda este objeto es pensado en conexión con
aquella representación”. La distinción entre el entendimiento y la razón fue
una trampa para la filosofía que siguió: desligar al objeto del conocimiento de
la realidad sensible y concebirlo como un contenido de conciencia, inmaterial
e íntimamente ligado al sujeto.
El problema latente que Kant debía resolver era que con el
mecanismo de su filosofía trascendental y sus categorías enteramente a priori,
estaba en peligro de alejarse demasiado del mundo real. Así escribía en la obra
citada: “Es pues claro que tiene que haber una tercera cosa que por una parte
guarde homogeneidad con la categoría y por otra con el fenómeno, y haga así
posible la aplicación de la primera con el segundo. Esta representación
intermedia ha de ser pura (sin mezcla de empírico), y, no obstante, por un lado
intelectual (espiritual) y por otro sensible (material). Tal es el esquema
trascendental”. Al intentar mostrar que los objetos del conocimiento han de
regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés, Kant concluyó que
estaba provocando una revolución semejante a la que generó Nicolás Copérnico
al cambiar la Tierra por el Sol como centro del universo; también estaba
intensificando el subjetivismo cartesiano. La influencia de Kant en el
idealismo alemán, el existencialismo y la fenomenología ha sido decisiva.
La solución propuesta en este ensayo contradice radicalmente
la epistemología de Kant. Ella es monista y se basa en dos principios. 1º El
intelecto, ubicado en el sistema nervioso central con su densamente
interconectado amasijo de neuronas, tiene por función estructurar contenidos de
conciencia, que son representaciones de la realidad objetiva. 2º También tiene
por función sintetizar los contenidos de conciencia que se estructuran en una
sola unidad en una escala determinada; esta unidad junto a otras se estructuran
en una escala superior e inclusiva, y así sucesivamente.
En una teoría realista del conocimiento, se puede
distinguir, en primer lugar, los órganos de sensación que reciben distintas
sensaciones del objeto de conocimiento de la realidad material. Éstas se estructuran
como percepciones. A su vez, las percepciones se estructuran en imágenes. De
las imágenes, que son verdaderas representaciones concretas de la realidad, la
mente abstrae la esencia y estructura conceptos o ideas. Las sensaciones, las
percepciones, las imágenes y los conceptos son todas representaciones
(materiales y objetivas) de la realidad en distintas escalas de la
estructuración psíquica-cognoscitiva. También los conceptos pueden ser
estructurados lógicamente por nuestro pensamiento racional. La razón es una
facultad de nuestra mente humana que combina lógicamente los conceptos
estructurados ontológicamente como proposiciones, posibilitando un conocimiento
ulterior que no se encontraba en las representaciones psíquicas.
La abstracción en la construcción del concepto a partir de
imágenes e ideas más concretas y particulares es una función cognoscitiva de
nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones.
Primero, considera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más particulares.
Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara
los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto
de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los
caracteres comunes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga
y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o
representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea
una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala
superior. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando,
de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada
corrientemente por coloridas imágenes más concretas.
Nuestro intelecto puede conocer “la cosa en sí” kantiana mediante la estructuración ontológica que podemos efectuar a partir del conocimiento último de cómo funcionan las cosas. Esta estructuración es tan universal y abstracta como la que genera la noción de ser. Pero también el punto decisivo no es tanto que podamos conocer las esencias de las cosas, sino que podamos conocer las cosas por sus funciones tanto en su condición de causas como en su condición de efectos. Las propiedades o accidentes de las cosas son en realidad funciones de éstas en cuanto causas respecto a nuestros órganos de sensación que se comportan como efectos en esta relación causal cognitiva. Además, el conocimiento de cómo funcionan las cosas proviene de experimentar y observarlas. Un conocimiento más objetivo deriva del conocimiento de las relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad.
Nuestro intelecto puede conocer “la cosa en sí” kantiana mediante la estructuración ontológica que podemos efectuar a partir del conocimiento último de cómo funcionan las cosas. Esta estructuración es tan universal y abstracta como la que genera la noción de ser. Pero también el punto decisivo no es tanto que podamos conocer las esencias de las cosas, sino que podamos conocer las cosas por sus funciones tanto en su condición de causas como en su condición de efectos. Las propiedades o accidentes de las cosas son en realidad funciones de éstas en cuanto causas respecto a nuestros órganos de sensación que se comportan como efectos en esta relación causal cognitiva. Además, el conocimiento de cómo funcionan las cosas proviene de experimentar y observarlas. Un conocimiento más objetivo deriva del conocimiento de las relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad.
Adicionalmente, en contra del apriorismo kantiano, se puede
afirmar que las cosas del universo, en toda su mutabilidad y multiplicidad, no están
sujetas al caos, sino que se relacionan entre sí de infinitas y complejas
maneras según leyes naturales muy determinadas. De este modo, nuestro intelecto
no sólo puede tener representaciones verdaderas de las cosas que correspondan a
su realidad, sino que también puede descubrir las relaciones existentes entre
las cosas, las que pueden ser verdaderas o simplemente míticas.
En conclusión, si para Kant el conocimiento es una actividad
desde el sujeto y por el sujeto que rige los objetos gracias a las formas a
priori del sujeto, para esta teoría del conocimiento se trata de una actividad
intelectual del sujeto que comienza en el objeto hasta llegar a la idea a
través de su capacidad sintetizadora que va estructurando representaciones de
escalas cada vez mayores e incluyentes. Las unidades discretas de estas
representaciones provienen del objeto, de modo que las representaciones, si son
verdaderas, corresponden enteramente con el objeto. El prejuicio kantiano fue
oponer radicalmente lo sensible con lo inteligible y suponer que una idea pura
nacida de una razón pura no puede estar contaminada por un material sensible
lleno de multiplicidad y mutabilidad. Por el contrario, se puede afirmar que
las ideas más sublimes, si son verdaderas, corresponden a esta “caótica” y
compleja realidad y derivan de ella. Los juicios sintéticos metafísicos no son
a priori, como insistía Kant, sino que son enteramente a posteriori.
Realidad y misterio
El conocimiento en un sujeto se produce por su relación
cognitiva con un objeto. No sólo sin la concurrencia de ambos no hay
conocimiento, sino que el sujeto que conoce ha evolucionado según la naturaleza
del objeto, del mismo modo como el ojo humano fue evolucionando para ser
sensible a las principales longitudes de onda que irradia el Sol. Tal como la
eficiencia del ojo humano –y de una mayoría de animales– es máxima para
percibir la luz solar que se refleja en las cosas, la eficiencia del intelecto
humano es máxima para conocer el entorno donde el ser humano debe sobrevivir.
De hecho, el ser humano es la especie animal mejor adaptada a la biosfera
terrestre si uno lo mide por el éxito obtenido. Si el intelecto no pudiera
conocer eficientemente la realidad de su medio, la especie humana ya habría
desaparecido de la faz de la Tierra.
El objeto de nuestro conocimiento es por tanto nuestro
universo y las cosas que contiene, que es lo que llamamos realidad. La primera
apreciación que surge, que ha sido la experiencia humana desde la aparición del
pensamiento racional y abstracto, es que el universo se nos presenta como
misterioso y las cosas como caóticas o gobernadas por poderes inasibles.
Desentrañar el misterio y el caos es un asunto de una experiencia personal y
colectiva esencialmente crítica, mediante la cual las relaciones ontológicas,
causales y lógicas obtenidas pasan por el filtro de su fiel correspondencia con
la realidad objetiva. Por las relaciones ontológicas podemos llegar a encontrar
el significado, el sentido y la unidad de las cosas. Por las relaciones
causales que observamos en las cosas podemos llegar a descubrir las leyes
naturales, el orden y las jerarquías entre las cosas. Por las relaciones
lógicas podemos superar las contradicciones y obtener un conocimiento cierto y
más allá de nuestra experiencia directa de las cosas. Las relaciones
metafísicas, que nos permiten definir los elementos trascendentales de las
relaciones mencionadas, no tienen gravitación alguna en nuestra supervivencia,
pero nos posibilita entender la realidad con mayor profundidad.
La realidad es el mundo objetivo potencialmente inteligible,
es decir, es todo aquello que está en el espacio y en el tiempo del universo
entero y que está además referido a nuestro conocimiento de una u otra manera.
Esta doble afirmación nos define, por una parte, el objeto material o campo de
estudio de tanto la filosofía como la ciencia y, por la otra, nos enfrenta de
inmediato con dos polos elementales: el sujeto que conoce y el objeto
cognoscible. Pero también nos genera dos problemas: el del conocimiento y el
del ser, esto es, el epistemológico (¿qué es inteligible? o ¿qué conoce el
sujeto?) y el metafísico (¿qué es en último término el objeto?).
Ambos problemas se condicionan mutuamente, y una determinada
explicación de una de estas interrogantes también responde de alguna manera a
la otra. Veremos más adelante que el problema se agudiza cuando, previo a
resolver el problema epistemológico que busca una respuesta a qué
verdaderamente conocemos, se debe buscar la solución a cómo conocemos en
efecto, problema este último relacionado con la psicología, pero que debe ser
resuelto por lo que se puede denominar “teoría del conocimiento”, para hacer la
apropiada distinción con la epistemología.
Desde una perspectiva semejante a la que origina nuestra
teoría del conocimiento, podemos formular la siguiente pregunta al ser: ¿cómo
es? Esta pregunta, en realidad, se desdobla en dos: ¿cómo funciona? y ¿cómo
está estructurado? El método para contestar estas preguntas, surgido de la
ciencia positiva, constituye también una de las principales preocupaciones de
este ensayo. Y del mismo modo como la pregunta metafísica de ¿qué es el ser? se
resuelve principalmente en la existencia, puesto que sólo aquello que existe
es, veremos más adelante que la pregunta científica ¿cómo es el ser? supone la
realidad objetiva del universo y de las cosas que contiene, lo que confiere
validez al “qué es” de la filosofía.
La distancia que media entre la realidad y el intelecto está
dada por nuestras capacidades cognoscitivas (distinguiré entre “cognoscitivo”,
que es específico del pensamiento racional y abstracto, del término más
genérico “cognitivo”, que se refiere a toda capacidad biológica de conocer).
Sin embargo, la desproporción entre la inmensidad de la realidad y nuestras
limitaciones espacio-temporales es inconmensurable. La realidad es infinita.
Podríamos imaginarla como no solamente constituida por infinitos puntos
espaciales en infinitos instantes, sino también como la relación de cada uno de
estos puntos espacio-temporales con todos los demás. Pero puesto que no tenemos
simplemente el poder para ser observadores de todos los puntos y datos
cognoscibles, es evidente que nuestra capacidad cognitiva no puede abarcar la
infinitud de la realidad.
Por el contrario, con la realidad tenemos una capacidad muy
limitada para establecer contacto, y lo podemos efectuar únicamente a través de
nuestros órganos de sensación y nuestros sentidos de percepción durante el
relativamente breve lapso de nuestras vidas y desde el pequeño ámbito de nuestra
existencia. Además, de aquello que sentimos, solamente percibimos una pequeña
parte. Por lo tanto, aunque nuestras capacidades cognitivas pueden contener y
relacionar una relativamente enorme cantidad de los datos percibidos, éstos
corresponden a una extraordinariamente ínfima fracción de la realidad posible
de ser conocida.
No es extraño por tanto que toda situación, hecho o fenómeno
no sea univalente, sino que admita una multiplicidad de perspectivas para ser
observado. Cada punto de vista produce su propio significado. De allí que una
misma cosa pueda ser concebida de múltiples maneras, y que dos individuos
puedan tener concepciones diametralmente opuestas sobre ella. Esta disparidad
se agudiza cuando interviene la afectividad (emociones y sentimientos), como es
normal que ocurra. Por ejemplo, en materias de religión y política se hace
usualmente muy difícil concordar sobre significados, sentidos, sucesos y hasta
hechos elementales sin que antes aflore la pasión que ciega cualquier
razonamiento. Al parecer, la identificación afectiva a una tribu desde una
tierna edad fue un elemento decisivo en el transitar humano por la evolución de
la especie.
Sin embargo, a pesar de las distintas interpretaciones que
podamos derivar de un mismo hecho, existen efectivamente bases objetivas para
concebirlo en su realidad. Del completo relativismo que sólo supone pura
subjetividad, es posible llegar a verdades objetivas y a concepciones que
corresponden certeramente con el hecho que observamos desde alguna particular perspectiva
y que traten la cosa como ésta es necesariamente. Una piedra, por referirme a
uno de los objetos más simples, es mucho más que la apariencia fenoménica
kantiana que observa, por ejemplo, el pintor como sólo forma y color. Para la
imaginación de un cazador paleolítico ella no sólo podía ser un mazo para
cascar bayas o un proyectil, sino que su inteligencia podía transformarla
mediante sus hábiles manos, tras certeros golpes dados con otra piedra en
determinados puntos y en determinados ángulos, en un cuchillo o en un hacha.
También podía servirle de significativo amuleto o esculpir en aquella la figura
de un reverenciado tótem. Para un campesino del neolítico, representaba un
estorbo para su arado, pero un importante elemento más para una pirca, un drenaje
o un cimiento. Un moderno geólogo, un minearólogo, un escultor, un arquitecto,
un físico o un ingeniero, conocen de aquella más que su pura apariencia.
Descubren sus funciones y sus subestructuras, sus orígenes, limitaciones y
posibilidades. Un filósofo no puede contentarse con la afirmación de Kant que
la piedra en cuestión, como cualquier otra cosa, no pueda conocerse en sí
misma, sabiendo además que esta afirmación provenía del prejuicio idealista que
confiere realidad a la idea por sobre la cosa. Es decir, no sólo se puede
llegar a una certeza fenomenológica, sino que a descubrir con necesidad la
verdad de la cosa en sí, con lo que el profundo misterio de la realidad es
posible ser superado.
Como la ciencia puede concluir con cada descubrimiento, la
realidad no es caótica. Cada uno de estos infinitos puntos de cada uno de estos
infinitos instantes está relacionado de alguna u otra manera inteligible con
cada otro punto de cada otro instante. La clave de la cognición humana se
encuentra precisamente en lo relevante que pueden tener las relaciones
existentes en las cosas en sí mismas, las que podemos conocer, y las relaciones
que podemos efectuar acerca de éstas con la finalidad de constituirlas en
objetos de nuestro conocimiento. Para ello debemos responder a la pregunta de
cómo es posible que podamos tener representaciones mentales de objetos reales
cuando aquéllas son abstractas y universales y la realidad es de cosas
concretas y singulares. ¿Cómo es posible que las ideas, que provienen de nuestra
experiencia con la realidad, puedan representar válidamente la realidad? La
respuesta a esta trascendental pregunta que ha agobiado a tantos filósofos debe
encontrarse en las mismas características de la realidad como también de
nuestro intelecto que evolucionó para irse adaptando para conocer mejor dicha
realidad.
Ciertamente, desde el ascenso de la ciencia moderna, se nos
ha hecho claro que la realidad no es caótica, como tantos filósofos habían
anteriormente supuesto. Pero ella es más que orden. Así, pues, las cosas del
universo tienen un origen común, están compuestas por el mismo tipo de
partículas fundamentales, pueden transformarse unas en otras, se afectan
causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren
energía entre sí, existen en campos de fuerzas comunes, se comportan de acuerdo
a leyes universales que son deterministas, tienen la capacidad para ordenarse,
organizarse y estructurarse. En consecuencia, las cosas del universo tienen
unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición.
Relaciones
Las cualidades o características propias de la realidad
permiten al intelecto humano estructurar ideas abstractas que la representan
fielmente, pues, debido a la unidad fundamental y original de las cosas, el
intelecto abstracto y lógico puede relacionar la pluralidad de éstas. Esto es,
si podemos tener representaciones abstractas y universales de una realidad de
cosas concretas e individuales es porque la realidad tiene ciertas
características que nuestro pensamiento abstracto y racional puede conocer y
relacionar. Si el mundo real, que es
concreto, es de individuos, el mundo de las ideas, que es abstracto, es de
relaciones reales que existen entre los individuos concretos y que la mente
humana es capaz de descubrir.
Existen tres tipos de relaciones que podemos efectuar en la
escala de las ideas: la relación ontológica, la relación metafísica y la
relación causal. Por una parte, un dato se produce cuando dos o más de estas
unidades singulares las relacionamos (estructuramos) para individualizarlas.
Una singularidad no nos es cognoscible; una individualidad sí lo es. Una
singularidad tiene referencia con nada, sino consigo misma, lo cual hace que lo
singular, aunque es tan real como lo plural, no sea un objeto inteligible para
nuestra razón. La inteligibilidad se produce cuando relacionamos las
singularidades. Un ‘árbol’ es un objeto del paisaje que está compuesto por
tronco y follaje y nos da sombra.
Una individualidad está referida o relacionada a algo, de
modo que conocemos algo porque está referido a un otro que nos puede decir algo
de ello. Estas relaciones pueden ser efectuadas incluso entre las relaciones
realizadas en un proceso cuyo límite es, no la unidad, sino el común
denominador de de todas las singularidades, que se identifica con el ser. En
consecuencia, nuestro conocimiento objetivo es de lo plural, no de lo singular.
De este modo, cada punto singular es potencialmente una unidad discreta
fundamental para estructurar un dato, es decir, un objeto de conocimiento, el
cual es, a su vez, la unidad discreta de nuestro conocimiento objetivo. Nuestro
intelecto puede no sólo relacionar dos unidades singulares para conocer una
cosa, sino que, por el mismo mecanismo, puede relacionar y estructurar diversas
cosas y obtener una idea más universal y abstracta que las represente.
Por otra parte, la infinidad de puntos se relacionan entre
sí porque han tenido el mismo origen y están afectos al mismo tipo de fuerzas,
que hace que se comporten en forma similar, y existen además en el mismo
universo, que es la condición necesaria y el marco de referencia absoluto que
le otorga la capacidad para afectarse mutuamente y estructurarse. De este modo,
la realidad no sólo se compone de unidades que pueden relacionarse entre sí y
conformar entidades abstractas mayores, sino que las partes individuales o
colectivas se afectan causalmente entre sí de modos tan determinados que
conociendo dichos modos podemos conocer las relaciones que existen entre las
partes. Estas relaciones causales, que son propias de las cosas, nuestra mente
puede conocerlas y puede además llegar a universalizarlas para todos los
fenómenos del mismo orden.
Igualmente, ya en la escala de las imágenes, que es común a
todos los organismos cerebrados, tanto animales como humanos, debemos subrayar
que la realidad es el ámbito del ser en cuanto existencia, y el intelecto es un
instrumento que sirve al organismo para sobrevivir en ella, indicando qué cosas
pueden satisfacer los apetitos y cuáles constituyen un peligro para la
supervivencia. El intelecto, ya sea racional o instintivo, también sirve para
determinar los medios para alcanzar dichos fines. En un sentido estricto, la
realidad interesa al sujeto cognoscente únicamente en lo concerniente con su
supervivencia y reproducción, y su intelecto es un órgano cuya función es la
conciencia de lo otro, que es el conocer el entorno con el cual el sujeto se
relaciona para sobrevivir y reproducirse. En este sentido, la realidad es
parcializada respecto a lo que importa por el interés de sobrevivir y
reproducirse.
El intelecto se nutre de los datos aportados por los órganos
de sensación, los que captan determinadas manifestaciones de la realidad. Así,
la realidad de un perro está llena de aromas y sonidos que un ser humano jamás
podría soñar que son posibles. Para sobrevivir, es necesario para el perro
conocer lo indispensable de la realidad en tal sentido. Si en la realidad de un
ciego de nacimiento no existe ni luz ni color, y en la de un analfabeto,
Napoleón, Mozambique o Andrómeda carecen de significación, ambos conocen lo
suficiente de la realidad que les permite sobrevivir. Desde luego, las
posibilidades para una mejor calidad de vida aumentan si el individuo no es
ciego y está en posesión de un mayor conocimiento.
La realidad es mucho mayor que lo existente, ya que
trasciende el tiempo. La realidad es pasado, presente y futuro; es además lo
que pudo ser y lo que podría llegar a ser. En cambio, lo existente es solamente
presente: aquello que existe, que actualiza la relación de causa-efecto, que en
el futuro es potencia y en el pasado ya no es. Lo existente existe en el
infinitesimal instante que dura el presente, mientras que el tiempo de lo real
comprende los tres tiempos. En consecuencia, es conveniente tener conciencia
que por nuestras limitaciones no sólo cuantitativas, sino también cualitativas,
la realidad constituirá siempre un misterio para nosotros. Además, lo existente
es mucho mayor que lo real, ya que trasciende el espacio-tiempo, pudiendo
incluir a Dios. En este sentido, Dios no es irreal, sino que no pertenece a
nuestro universo –es su creador–, que es el ámbito de lo real. Además, lo real,
en cuanto inteligible, es menor que lo existente.
Veíamos que no todas las dimensiones de lo existente nos son
necesariamente inteligibles. No podemos negar la posibilidad de existencias que
no son accesibles a nuestros órganos de sensación, pues éstos no surgieron para
conocer toda la realidad, sino únicamente la parte de la realidad que afecta
nuestra supervivencia y reproducción. Las ondas hertzianas, por ejemplo, nos
fueron desconocidas hasta que Guglielmo Marconi (1874-1937) comprobó su
existencia. Y actualmente, si no disponemos de un aparato de radio o de
televisión que las transforman en señales sensibles, no podríamos tener
conocimiento de ellas. Es posible que existan en el universo otras emanaciones
imperceptibles desde las cosas que contiene, para las cuales no tengamos (o no
sea posible construir) instrumentos para medirlas y transformarlas en señales
sensibles. De ahí que sea posible que la realidad, que incluye lo existente,
contenga dimensiones que no sólo sean actualmente inaccesibles, sino
insuperables para nuestra experiencia. El problema que existe entre nuestro
limitado conocimiento y la ilimitada realidad se agudiza cuando exigimos además
al primero conocer aún más de la segunda, como cuando, respecto a la realidad,
pretendemos encontrar nuestras identidades y el sentido de nuestras vidas.
Si la dimensión espacio-temporal es parte de la explicación
de lo real y lo existente, ¿cómo podemos designar aquello que es “algo” de
alguna manera, si acaso así fuera, pero que no está en nuestro universo
espacio-temporal? Siendo el universo espacio-temporal nuestra única fuente de
conocimiento, no estamos en condiciones para negarle la posibilidad de ser a
los algos “fuera” del universo, ni tampoco, por extensión, a otros universos no
espacio-temporales. La posibilidad de ser de tales “algos” es también parte del
misterio, y tal vez la más insondable, siendo éstos absolutamente impenetrables
tanto para la filosofía como para la ciencia.
Conocimiento universal
Con el advenimiento de la Edad Moderna surgió la tendencia a
pensar que nuestro conocimiento depende de la cantidad de datos que pueda
conocer, y que el conocimiento universal es posible si se logra conocer todos
los casilleros de la realidad. Se suponía desde luego que, aunque nuestras
capacidades cognoscitivas son limitadas, los datos de la realidad son
relativamente homogéneos. Para René Descartes (1596-1650) el universo, su
"res extensa", es pura extensión y está constituido de partes o
unidades pertenecientes a una misma escala. De este modo, al universo se lo
puede seccionar en partes homogéneas mediante su invento de las coordenadas, las
que no sólo permiten dividir el espacio en unidades discretas, sino que también
el tiempo, reflejando únicamente la variación y la composición para una sola
escala particular, pero no permiten incluir escalas distintas. Sumido en el
espíritu de su época, él estaba tan imbuido en su universo de partes discretas
y homogéneas, que no logró distinguir las distintas escalas existentes en el
universo.
Muchos científicos del siglo XIX, fuertemente influidos por
Descartes, creían que el número de hechos científicos por aprender es finito.
Con frecuencia, sentían que algún día se podría alcanzar la totalidad de la
verdad del universo y su comprensión definitiva. La influencia de este punto de
vista es patente en la educación escolar y en el ideal de la universidad que ha
prevalecido principalmente en Europa continental y en las áreas geográficas
influenciadas por su cultura. La educación debiera consistir en el aprendizaje
de la mayor cantidad de estas distintas unidades homogéneas de que se compone
el universo. Se cree que si los alumnos aprenden física, química, biología,
matemáticas, filosofía, historia, geografía, las artes y las otras parcelas que
supuestamente constituyen la realidad, se está en camino de obtener un
conocimiento de todo el universo. Este aprendizaje consiste en la memorización
de la información que imparte el profesor. Sin embargo, si lo que la educación
persigue es la formación de un pensamiento abstracto y lógico, que sea además
crítico, más convendría enfatizar la comprensión del lenguaje en la lectura y
su expresión en la escritura además de en el habla. La información vendría como
una consecuencia del esfuerzo de leer y escribir, esfuerzo que generaría una
mente estructuradora y lógica.
También siguiendo la tradición cartesiana, nuestro actual
mundo de la informática ha intensificado el mito de que el conocimiento de la
realidad depende de la cantidad de datos, supuestamente homogéneos, y existe la
esperanza de que mientras mayor sea la información de este tipo que seamos
capaces de asimilar, mayor será nuestro conocimiento. De ahí el énfasis puesto
en el desarrollo de memorias de datos, procesamientos de datos, accesos a
datos, comunicaciones y redes de comunicaciones de datos, con la fabricación de
computadoras cada vez más rápidas y de mayor capacidad de memoria y de procesos
y con el establecimiento de mayores redes de comunicaciones.
Desde el punto de vista que hemos adoptado, la anterior
creencia aparece como parcialmente correcta. Pero lo que llega a ser homogéneo
dentro de la infinita heterogeneidad del universo no son simplemente los datos,
sino que, en primer lugar, las relaciones causales entre las cosas; puesto que,
por el hecho de que éstas obedecen a leyes muy determinadas, nosotros podemos
llegar a tener una idea del universo que llega a ser más verdadera mientras
mejor conozcamos las leyes que lo rigen, las características de las fuerzas que
operan y la funcionalidad de las cosas que se relacionan causalmente entre sí.
Esto es, primero, cosas similares se comportan de modos similares bajo
condiciones similares y, segundo, toda cosa viene necesariamente a ser por una
causa determinada.
En segunda instancia, también son homogéneas las relaciones
ontológicas, es decir, las cosas similares que nuestro intelecto relaciona en
el proceso de abstracción, agrupándolas en conjuntos genéricos, o ideas
generales, a los que se refieren los conjuntos más particulares e incluso las
unidades individuales.
Nuestro intelecto relaciona entes distintos para estructurar
una proposición o un juicio que resulta ser relevante para representar la
realidad. Podemos decir que ‘el Sol genera fuerza de gravedad’ para indicar una
de sus funciones causales. También podemos afirmar que ‘nuestro Sol es una
estrella’ en una relación ontológica que está indicando que el Sol es parte del
conjunto estrella.
De ambos tipos de relaciones podemos además deducir, y
también inducir, proposiciones o juicios a través de relaciones lógicas de
relaciones ontológicas anteriores y producir mayor conocimiento.
Sin embargo, un conocimiento de más partes no nos dice mucho
más respecto del todo que las contiene. El conocimiento de la tabla periódica,
por ejemplo, no proviene tras conocer hasta el último elemento atómico.
Primeramente, para conocer un todo, debemos por cierto analizar sus partes, y
no necesariamente todas éstas, y posteriormente, lo que es más importante,
relacionarlas a través de un esfuerzo sintetizador. Esta síntesis no sigue
necesariamente del continuar conociendo partes, o datos, como hubiera supuesto
Descartes, sino que del conocimiento de las funciones de las partes y de las
partes de las partes, lo cual exige bastante esfuerzo intelectual. Es posible
encontrar aquello que las puede relacionar causal u ontológicamente dentro de
un todo en que, conociendo la relación, se conoce el todo que las contiene y
hasta sus funciones. Y este todo se encuentra en una escala que incluye la
escala de las partes. Últimamente ha surgido el término “holístico” para
describir este esfuerzo de comprensión, ubicándose en una escala superior.
Siguiendo muy de cerca la ciencia-ficción, algunos
cientistas en inteligencia artificial imaginan que sería un gran avance para la
humanidad si se pudiera enchufar una computadora que almacena billones de
megabytes de información al cerebro humano. Sin duda, ellos siguen la
tradicional escuela de educación que supone que basta que los alumnos tengan
buena memoria para que puedan almacenar las valiosas lecciones que se les
imparte. Olvidan que para conocer se requiere entender, que es el relacionar
ontológico y lógico, y esta actividad interna demanda un gran esfuerzo
personal. Además, si no superamos la falsa creencia en que en el mayor
conocimiento de datos y de análisis de datos alcanzaremos mayor sabiduría, nos
quedaremos en un nivel basto, trivial y fútil de conocimientos, en el que no
sabremos encontrar dentro del misterio del universo el por qué y el sentido de
las cosas.
El problema del conocimiento universal es que, al acercarnos
al misterio, la verdad se nos hace más evasiva. Una relación ontológica, como
“el gato es un animal”, la entiende un niño apenas comienza a hablar.
Igualmente, una relación causal, como “el viento mueve la hoja”, nos es
fácilmente comprensible. Pero la realidad no se compone únicamente de
relaciones tan simples. El universo es un todo de relaciones que pueden ser
potencialmente objeto del conocimiento humano. Pero su cabal comprensión y su
verdadera representación intelectual eluden las capacidades del intelecto más
potente. La escala de abstracción requerida para comprender tantas relaciones
no se acaba en el fácil expediente de concluir que todo “es”. Si uno quiere
encontrar respuestas a cuestiones como, por ejemplo, el sentido de la vida
humana, nuestra relación con las cosas, nuestra relación con los otros, etc.,
necesitaremos sin duda de mucha sabiduría, humildad y atención a la experiencia
de los demás.
Del mito al conocimiento objetivo
La realidad es un misterio que nos incita a preguntar. Sin
duda, como seres humanos, no sólo nos preocupa el conocimiento para mejorar
nuestras oportunidades de supervivencia y reproducción, también nos preocupa
conocer acerca de nuestra existencia y nuestro destino en una realidad que
aparece tan confusa. Nuestro intelecto es inquisitivo respecto al misterio de
la realidad. No se conforma únicamente con lo que percibe en forma inmediata y
que permite a cualquier ser vivo llegar a satisfacer la gama de apetitos
inducidos por las necesidades de su supervivencia y reproducción. Los seres
humanos necesitamos explicaciones buscando respuestas a los dónde, cuándo,
cómo, quién, para qué, por qué y qué de las cosas y el acontecer. En las
respuestas perseguimos mejorar nuestras oportunidades para sobrevivir, incluso
a la muerte, de la cual somos tan cruda y dramáticamente conscientes, y
encontrar la protección y la seguridad de las poderosas fuerzas del universo.
Desde el momento mismo que nuestros antepasados pudieron formular estas
preguntas, dieron explicaciones sobre las cosas y el acontecer. Frente al
misterio de la realidad, las respuestas no fueron evidentemente muy certeras.
El filtro de la experiencia las fue depurando, y una cierta sabiduría sobre una
mejor forma de vivir y adaptarse al medio se fue construyendo en lo que
constituye la cultura y la ética.
Un orden, una racionalidad y una organización son el
producto cultural y ético de generaciones. De ahí que también tengan la
capacidad para persistir en el tiempo y ser muy resilientes a las fuerzas
contrarias, a los embates de los duros hechos y a los realistas acontecimientos
que determinan nuestra propia supervivencia y reproducción.
La necesidad de encontrar orden en el aparente caos y de
obtener control y dominio sobre las numerosas, poderosas y arbitrarias fuerzas
existentes en la realidad ha conducido a los seres humanos a responder a
aquellas preguntas con el propósito, primero, de conseguir la posesión de un
sistema conceptual unificado que explique del modo más coherente posible la
realidad y su acontecer y, segundo, adoptar una conducta consecuente que sirva
para sobrevivir y reproducirse más ventajosamente. El mito es una explicación
del misterio, pero constituye una parcela de realidad encerrada en forma
intencional y artificiosa. No obstante, a pesar de que constituye un sistema
cerrado a partir de premisas legendarias que intentan responder al por qué de
las cosas, posibilita a los seres humanos relacionarse con el medio y entre
ellos mismos en forma más favorable y en distintas escalas. Para hacerlo más
aceptable y creíble, se crean instituciones que lo justifican y lo refuerzan, y
hasta se elaboran ritos que le otorgan una dimensión inviolable y sagrada. El
poder del mito es a veces tan grande que, antes de poner en tela de juicio una
verdad que éste afirma, se llega a dudar de la propia realidad.
Pero el mito es inestable, lo que no significa
necesariamente que sea frágil y perecedero. Cambia lentamente, forzado por la
realidad cambiante, pero tiende a ser resiliente, a recuperar su organización
original. Pretende explicar una totalidad, cuando lo que hace es justamente
delimitarla. Así, su cohesión interna se rompe cuando por fuerza resurge lo que
el sistema omitió, no quiso aceptar o posteriormente descubrió. Su
inestabilidad es causada por la falsedad o la parcialidad que contiene, pero su
efectividad reside en la capacidad que ha adquirido para posibilitarnos una
adaptación circunstancial más favorable al medio. Por ello, el mito es, más que
una explicación práctica del misterio, la forma intuitivamente efectiva y
afectiva que tenemos de interrelacionarnos con la realidad y que de alguna u
otra manera ha sido acreditada y decantada por la experiencia colectiva. No
pretende en modo alguno su confirmación científica.
El mito asume un modo de funcionamiento de la realidad y de
nosotros en ella cuando de algún modo responde al por qué de las cosas.
Requiere de sacerdotes que realicen los ritos para reactualizarlo, dándole
presencia y permanencia. Pero aquello que principalmente lo reivindica es la
urgente necesidad para responder al dónde y al cuándo de la realidad. Ambas
preguntas, que persiguen asegurar que nuestra acción sea lo más efectiva
posible, apuntan a ubicarla en un espacio determinado y en un tiempo futuro:
¿dónde y cuándo el Nilo anegará, fertilizando la tierra? ¿Dónde y cuándo Jerjes
atacará con su ejército? ¿Dónde y cuándo se establecerá el Comunismo? ¿Dónde y
cuándo habrá crisis económica?
En este sentido el mito recurre a adivinos, profetas,
oráculos, augures, hechiceros, garúes, los “expertos” de nuestros tiempos, para
responder a estas preguntas que aparecen ser tan vitales para quien las
formula, y que aparecen depender de la fortuna y del destino. No existiendo
alguna manera de conocer objetivamente la causalidad natural, surge la
credulidad en el dictamen de la autoridad reputada de poder revelar el
acontecer.
La realidad se presenta ciertamente en forma caótica, donde
las cosas ocurren aparentemente en forma casual, por azar y por capricho. Si
existe algún orden en el universo, se supone que es porque alguna potencia
sobrenatural lo debe establecer. La creencia de que un poder divino puede
asegurar la incertidumbre del destino queda frecuentemente asentada. Se cree
que ninguna cosa ocurre al azar o por sí misma, sino que todas son llevadas a
cabo de acuerdo a una decisión definida y establecida por los dioses y poderes
sobrenaturales, siendo, por ejemplo, algunos de ellos la diosa Naturaleza y el
dios Razón. En otro tiempo nuestros abuelos creyeron que la Razón debía someter
a la Naturaleza. Ahora tendemos a creer que la Naturaleza ha sido violentada
por el irracional desenfreno expoliador y destructor de los seres humanos, y
para recuperar la perdida armonía, debe haber una especie de expiación
ecologista colectiva que consiga aplacarla.
Desde una perspectiva más funcional a nuestro ser humanos
podemos pensar que, aunque el mito no constituye un conocimiento objetivo ni
menos llega a la verdad última de las cosas, si acaso esto fuera posible, es no
obstante un poderoso motor social que moviliza a los individuos de la
colectividad, sosteniéndolos en una cierta dirección con causas que no
necesitan ser verdaderas ni que consigan una finalidad práctica. Probablemente,
la mecánica del mito no consiste en un deseo por obtener la verdad, sino en la
necesidad de conseguir la subsistencia del grupo social mediante el
agrupamiento, la identificación con la colectividad, el acuerdo acerca de algún
objetivo, válido o no, para una acción, la concordancia del pensamiento y la
intolerancia a la disidencia, la concertación basada en la conciencia acerca del
origen común en un pasado protohistórico o incluso meta histórico, es decir, lo
que se ha llegado a denominar el “ethos cultural.”
En el proceso del pensamiento humano que ha sido fiel a la
crítica de las interrogantes que dan origen al mito, se ha llegado
históricamente a las interrogantes que han dado origen a la filosofía y a la
ciencia. La necesidad intelectual por obtener una explicación más valedera y
objetiva de la realidad y su acontecer ha conducido al planteamiento de
preguntas más directas y críticas. La primera de ellas, y que educe las
restantes es la de “¿por qué de los porqués?”
La necesidad de vislumbrar mayor unidad, orden, armonía en
el mundo, es decir, mayor comprensión de la realidad, indujo desde los primeros
filósofos en la antigua Grecia a relacionarse con el mundo mediante la pregunta
metafísica “¿por qué es?”, y que busca dilucidar qué es lo trascendental de las
relaciones ontológicas que articulamos. Las relaciones ontológicas son
producidas por el pensamiento abstracto, respondiendo al “¿qué es?” como, por
ejemplo, Juan ‘es’ un hombre. En otras palabras, es la relación de una entidad
individual como unidad discreta con una entidad más universal. Existe el
entendimiento que la verdad de cada una de todas relaciones ontológicas no
logra superar las contradicciones que ocultan la verdad más universal. Se
requiere estructurar estas relaciones en un sistema racional unificador
trascendente, y este ejercicio es la metafísica.
Solamente con el advenimiento del método empírico, que se
ocupa principalmente por el cambio, fue posible responder con certeza al “¿cómo
son las cosas?” y al “¿por qué son como son las cosas?”. Por las respuestas a
estas preguntas podemos conocer las cosas objetivamente. La pregunta “¿qué es
una cosa?” procura coger la esencia de las cosas con relación a esencias más
genéricas. La pregunta “¿cómo es una cosa?” busca una respuesta que nos
describa la organización o estructura de las cosas, su morfología y su
composición, por ejemplo, “¿cómo es la estructura del agua?”. Mientras la
pregunta “¿por qué es como es?” se dirige al génesis y funcionamiento de las
cosas, por ejemplo, “¿por qué el oxígeno se combina con hidrógeno para formar
agua?” Estas preguntas apuntan precisamente a las relaciones causales. En consecuencia,
ambas ramas del saber objetivo, que son la filosofía y la ciencia, provienen
respectivamente de sendas preguntas educidas por la pregunta general “¿por qué
es?”, que inquiere primeramente sobre la realidad.
Esto no significa que estas dos series de preguntas separen
radicalmente las dos disciplinas del conocimiento objetivo. En realidad, ambas
preguntas están de algún modo relacionadas. Una respuesta cierta a la pregunta
científica “¿cómo es?” nos puede entregar una respuesta más verdadera a la pregunta
ontológica “¿qué es?”, siempre que ambas respuestas hayan sido educidas por la
pregunta metafísica “¿por qué es?”. Esto significa que, en último término, los
“¿cómo es?” y los “¿por qué es como es?” pueden validar plenamente al “¿qué
es?” trascendental y, en último término, al “¿por qué es?”. Es decir, la verdad
de la filosofía puede ser validada plenamente recurriendo a la certeza de la
ciencia.
La trascendentalidad del conocimiento objetivo
Gracias a nuestro pensamiento abstracto, tenemos la capacidad
para relacionar las representaciones concretas de las cosas individuales y
estructurar ideas abstractas y más universales por lo que les son en común. La
idea de lápiz que una persona puede tener contiene, como sus unidades
discretas, las múltiples imágenes de los lápices de los que ella en particular
ha tenido experiencia, esto es, formas, colores, materiales; y todos estos
elementos, que pueden variar infinitamente, conforman específicamente lo que es
común a todos estos artefacto concretos. Aquello que es común a todos ellos es
la esencia y produce una idea o un concepto. En el caso del lápiz, la esencia
se refiere a una estructura que tiene la función de rayar con trazos o puntos
un papel o cualquier otra superficie similar. Un lápiz es en efecto un
artefacto manual que sirve en particular para escribir y dibujar sobre papel.
Cualquier ser de cualquier escala puede ser definido por la estructura superior
de la que forma parte y por su función específica más relevante.
Ciertamente, la idea de lápiz que una persona llega a tener
es en cierto modo idéntica a la idea de lápiz de otra persona que también ha
tenido experiencias con lápices, aunque haya sido uno solo de éstos. Esta idea
personal puede ser perfeccionada por la comunicación de las experiencias de la
otra persona, como cuando esta otra persona le informa a la primera que, por
ejemplo, un lápiz contiene una mina de grafito a lo largo de su centro. Incluso
le puede definir la esencia de un lápiz a la primera si ésta nunca ha visto o
tenido un lápiz en sus manos.
Siendo entonces la idea una representación abstracta en la
mente humana de una cosa concreta e individual, que es universal en cuanto se
aplica a todas las cosas del mismo tipo, y que es además comunicable y, por lo
tanto, compartida, codificable, memorizable, los idealistas han llegado a
suponer que la idea trasciende la cosa hasta el límite de existir en forma
independiente de la cosa.
El idealismo filosófico supone que la idea es más real que
los objetos del mundo sensible. Platón (427 a. C. - 347 a. C.), su primer
exponente, supuso que la Idea es más perfecta que la cosa sensible que
representa, y, consecuentemente, si por ello el mundo de las Ideas es más real
que el mundo sensible, un ser humano, humilde habitante del mundo sensible,
debe tener otra manera de conocer las Ideas que no sea puramente a partir de su
experiencia sensible en este imperfecto mundo. Kant, preocupado porque no pudo
concebir que la trascendentalidad de la idea provenga de nuestra experiencia, a posteriori, estableció el poder
formativo a priori de la razón para
producirla. Así, el conocimiento está estructurado a partir de una serie de
principios a priori impuestos por el
sujeto que permiten ordenar la experiencia sensible y culmina en la unidad
suprema de la “apercepción”, la cual produce las representaciones inmateriales
del todo, conformando el objeto inteligible; este proceso transforma lo
material en inmaterial mediante la forma a
priori y obliga a postular un objeto como un contenido de conciencia y separado
por completo de la cosa en sí. Posteriormente, J. G. F. Hegel (1770-1831)
simplemente independizó la razón del ser humano y le dio existencia propia. El
problema con el idealismo es que termina por desconfiar de nuestro conocimiento
al anclarlo en el sujeto y por identificar subjetividad con subjetivismo.
En contra del idealismo filosófico, se puede establecer que
el conocimiento objetivo, a posteriori,
que proviene de nuestra experiencia de la realidad, puede adquirir el valor de
trascendental y ser aplicado a la totalidad de las cosas del mismo tipo del
universo en forma necesaria. Para ello, en una primera instancia, nuestra razón
debe –y en efecto puede– superar la singularidad de la experiencia para
constituir un dato concreto e individual y ser capaz de sintetizar estos datos
en relaciones ontológicas que son conocimiento abstracto correspondiente a
representaciones de escalas cada vez mayores. Pero el intelecto efectúa este
conocimiento sintético no porque la realidad sea caótica, sino porque en ella
hay un orden intrínseco. Antes se debe, no obstante, superar el principio de
incertidumbre postulado por Werner Heisenberg (1901-1976).
Para Heisenberg fue claro que su principio de incertidumbre
sirve para explicar el comportamiento de las partículas subatómicas cuando
observó que medir es alterar y que, por lo tanto, no se puede saber con certeza
el lugar de una partícula en su trayectoria. La escala del fenómeno que estaba
analizando es en realidad la escala fundamental. Una escala inferior a ésta no
existe, pues no tiene ni espacio ni tiempo. Estos parámetros comienzan a tener
existencia sólo a partir de la escala fundamental que les impone una dimensión
mínima y no de cero.
Lo que resulta verdaderamente notable es que parte del
postulado de Heisenberg es también válido si lo extendemos a todos los
fenómenos que ocurren en el universo. Esto es, las cosas son discretas e
indeterministas en su propia escala, cualquiera que ésta sea, pero en la escala
superior el fenómeno se torna continuo y determinista. Un árbol es una unidad
discreta del bosque, donde para la propia existencia de éste aquél es
indeterminista, pudiendo existir o no sin afectar la esencia de bosque. En la
escala que sigue el indeterminismo cuántico se transforma en determinismo. Un
bosque es necesariamente un conjunto de árboles.
El indeterminismo reaparece transformándose en leyes
naturales, puesto que reaparece también la continuidad. Lo que es una relación
puramente mecánica en una escala se torna en un fenómeno dinámico en la escala
que sigue. La explicación para ello es que si bien la mecánica cuántica trata
fundamentalmente de unidades discretas y está, en consecuencia, sujeta a la
estadística, en una escala mayor el número de las unidades crece hasta ser
irrelevante la estadística y aparecer la necesidad con certidumbre.
Un ejemplo nos puede ilustrar este concepto. El sonido puede
ser reproducido electrónicamente en forma analógica o en forma digital. Por
medio del primer método, las variaciones de volumen, tono y color se reproducen
en otra escala, reproduciendo las mismas variaciones. Por medio del segundo
método, las variaciones son parcializadas en unidades discretas, denominadas
dígitos en la jerga electrónica, y son reproducidas en una escala aún mayor.
Para el primer método, se emplean ecuaciones diferenciales; para el segundo,
ecuaciones de diferencias. Por una parte, en la escala del oído humano, que
comprende inclusivamente al menos dos escalas, no se distinguen las unidades
discretas digitales de las del sonido natural y las variaciones se escuchan
como si fueran idénticas. Por la otra, en la escala misma del sonido éste está
también compuesto por unidades discretas que son las mismas vibraciones.
Hay que agregar que, además de diferenciarse el
indeterminismo del determinismo por un asunto de escala, se diferencian por la
distinción que podemos hacer entre estructura y función. El determinismo
proviene de las formas que la materia adquiere necesariamente al estructurarse:
dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno siempre estructuran una molécula de
agua cuando se combinan; en tanto que el indeterminismo proviene del actuar en
estas estructuras. Que tal o cual átomo llegue a combinarse con tal o cual otro
es un asunto del azar y sujeto a la estadística.
Superada, de este modo, la incertidumbre fundamental
postulada por Heisenberg, en una segunda instancia, nuestro conocimiento de la
realidad puede adquirir el valor de trascendental y ser aplicado a la totalidad
de las cosas del universo en forma necesaria cuando podemos obtener aquello que
es común a todos los seres, que ha sido el elusivo y permanente anhelo de la
metafísica. Sabemos ahora que este conocimiento debe reflejar el conocimiento
empírico del método científico además de atender a las reglas de la lógica, ya
que ambos modos de conocer provienen del modo de funcionar de las cosas de
nuestro universo. Sin embargo, estos modos no logran garantizar que el
conocimiento trascendental llegue a poseer la certeza absoluta. El camino de
nuestra razón hacia la verdad plena del conocimiento objetivo está lleno de
trampas puestas por nuestros prejuicios y errores, y además debe superar la
ignorancia de lo que la ciencia aún no puede desvelar.
CAPITULO 2. EL PENSAMIENTO ABSTRACTO
Mientras el cambio
caracteriza al universo, lo inmutable pertenece a lo inteligible. Si podemos
conocer es porque existen elementos que permanecen invariables a través del
cambio. Estos elementos invariantes son la relación causal, el mecanismo de la
relación causal, y los estados y el dinamismo del proceso de cambio. El
pensamiento abstracto consiste en la actualización consciente de dos tipos de
asociaciones mentales o estructuras psíquicas que denominaremos relaciones: la
relación ontológica y la relación causal. Estas relaciones se originan por la
actividad cognoscitiva y, cuando son verdaderas, producen el conocimiento
objetivo.
Cambio e inmutabilidad
Los antiguos filósofos griegos fueron los primeros en
enfrentarse analíticamente con el dilema entre el ser y el devenir. Así lo
destacó Joseph Marechal S.J. (1878-1944) en su libro El punto de partida de la Metafísica, 1959, que hizo de la
antinomia de lo uno y lo múltiple el hilo conductor de esta obra que cuenta la
historia de la filosofía y los distintos esfuerzos por llegar a una solución.
Por una parte, es fácil percibir que todas las cosas cambian: se mueven y se
transforman, se integran y se desintegran, se construyen y se destruyen, nacen
y mueren, se produce una pérdida irreparable y una verdadera ganancia.
Heráclito (576-480 a. C.) intuyó tan profundamente el cambio
que para él todo constituye devenir y, en este continuo fluir, nada permanece
fijo. Las cosas tienen racionalidad, no por el ser, sino por el devenir. Si
todo es devenir, también todo es multiplicidad. Él describió el mundo como un
fuego siempre vivo que se alimenta de las cosas que devora. Por el contrario,
Parménides (¿504-450? a. C.), su contendiente, concluyó que la realidad es una
sustancia simple, indivisible, inmóvil e inmutable, es decir, una. Había partido
suponiendo que al decir que una cosa es, significa únicamente que esa cosa
existe y, de acuerdo al principio de no contradicción, no puede no ser. La
multiplicidad, la divisibilidad, el cambio, el movimiento, implica el no-ser.
Por tanto, si una cosa es, es uno. Este absurdo dilema fue el producto de que
en griego el verbo “ser” es equívoco,
significando tanto “ser” como “existir,” y de atribuir a una palabra un solo
significado.
Pero tanto Heráclito como Parménides estaban parcialmente
correctos. Por una parte, todo es cambio, pero en el cambio no todo cambia; por
la otra, lo inteligible lo encontramos en lo invariable e inmutable. En este
ensayo habrá un intento de encontrar una solución a la ancestral antinomia de
lo uno y lo múltiple. Lo múltiple se da en la realidad sensible, mientras que
lo uno es propio de las ideas. Las ideas invariantes y hasta perfectas que
tanto sedujeron a Parménides (y posteriormente a Platón), pueden referirse a
distintas cosas, las que por naturaleza son mutables, hecho que había
impresionado tanto a Heráclito.
Ciertamente, las ideas no se encuentran en la realidad
sensible como las cosas que allí existen, sino que son construcciones de
nuestra mente. Nuestra mente puede relacionar distintas cosas o entes que se
dan en la naturaleza por lo que ella encuentra que tienen en común, ya sea como
funciones o propiedades: color azul, volar; ya sea como estructuras:
triángulos, organismo biológico; ya sea como cosas en sí: estructuras,
funcionales. Para que existan –tengamos– ideas, es necesario que exista previa
y objetivamente multiplicidad de entes para que puedan ser relacionados. Es así
que las relaciones que descubre nuestra mente abstracta en la realidad objetiva
son de tres órdenes: ontológicas, metafísicas y causales. No obstante, el
devenir en sí, como lo mutable solo, no es materia del conocimiento abstracto;
éste tiene que ver con lo invariante. Es un ente el que cambia, y en efecto,
todo cambia, pero el énfasis está puesto en el ente. En consecuencia, si el
universo múltiple y mutable nos es inteligible, es porque en el cambio existen
elementos invariantes.
Respecto a este último postulado, sin necesidad de respaldar
la tesis de las esencias inmutables como entidades anteriores a las cosas
mutables, es posible señalar que existen cuatro categorías de elementos que
permanecen relativamente estables a través del cambio y/o que son medibles por
escalas estables, conformando unidades comprensibles para nuestro conocimiento
abstracto, el que se constituye sobre la base de unidades discretas
invariantes. Éstas son la relación causal, el mecanismo de la relación causal,
el proceso y el dinamismo.
Relación causal
En primer lugar hay una cierta categoría extraordinariamente
significativa, que tan sólo la ciencia la ha puesto en el centro de su
quehacer, que sí permanece estable e invariable a través del cambio y el
devenir y que nosotros podemos fijar y abstraer para conocerla y referirla a
todas las otras situaciones similares. Se trata de la relación de causa a
efecto, o relación causal. En ésta la causa es el origen o principio del cual
el efecto procede secuencialmente en el tiempo y con dependencia natural y
necesaria, según el primer principio de la termodinámica. La causa es una
estructura que ejerce una fuerza, y el efecto, en tanto, es el cambio que se
opera en otra estructura, el nacimiento de una nueva estructura o el término de
una estructura existente.
La relación causal se presenta como determinista y
fundamento de la ley natural. Precisamente, ella es algo que podemos relacionar
ontológicamente o universalizar en forma de ley para la totalidad de los
sucesos mutables cuyas condiciones son similares. Nos entrega la clave de la
conexión causal. Por ejemplo, la relación causal “siempre que aplico calor al
agua cuando está sometida a una presión de 1 atmósfera, ésta hierve cuando la
temperatura alcanza los 100 grados centígrados” puede transformarse en la ley
universal: “el agua hierve a los 100 grados centígrados a la presión de 1
atmósfera.”
El paso de una relación causal a una ley natural, lo que se
denomina descubrimiento científico, no se realiza a través de la inducción,
pues ésta considera sólo un número finito, aunque sea muy grande, de fenómenos
similares. La inducción pertenece a un tipo de relaciones lógicas, pero no a
las relaciones ontológicas que son las que formulan una ley. Basta que un caso
no cumpla con lo postulado para que la supuesta ley, que pretende aplicarse a
todos los casos contemplados de manera universal y necesaria, quede anulada. En
el caso de una ley universal no vale el aforismo “la excepción confirma la
regla”.
Una ley natural tiene validez científica y vigencia
universal cuando son considerados todos los elementos condicionantes del
fenómeno, y cuando son relacionados espacial y temporalmente de la manera
apropiada, por mucho que se lleguen a desconocer los mecanismos últimos que
expliquen tal comportamiento determinado. La ley de la gravitación universal
describe el comportamiento de la masa y la energía en todo el universo, pero
aún no se sabe por qué dos cuerpos tienen el comportamiento para atraerse
mutuamente en razón directa a la masa y en razón inversa al cuadrado de la
distancia.
Si bien el presupuesto para la validez de una ley natural es
que el funcionamiento de las cosas del universo es determinista (siempre que se
den tales condiciones y en presencia de tal fuerza, se produce un efecto
determinado y no otro), la vigencia de las leyes naturales prueban, por otra
parte, que el universo es determinista. Como consecuencia de lo anterior,
podemos afirmar que el fundamento causal de cualquier cambio es una invariante.
Las leyes naturales surgieron en el instante de su creación,
ya que estaban contenidas de modo codificado en la energía primigenia. Sin
embargo, una ley comienza su existencia en el momento que aparece la función
que ella describe. Toda función es propia de una estructura particular. En
consecuencia, la ley cobra vigencia cuando la correspondiente estructura
adquiere existencia, ya que ella se expresa a través de la funcionalidad
particular que la caracteriza y la define. Así, toda estructura masiva funciona
como cuerpo con masa y está consecuentemente sujeta a la ley de la gravitación.
Únicamente los seres vivientes están determinados por las leyes de la evolución
biológica. Sólo los seres humanos, a causa de nuestras capacidades
intelectuales, obedecemos a las leyes del racionamiento.
Mecanismo causal y
orden secuencial
Un segundo elemento que permanece estable e invariante a
través del cambio es el mecanismo de la misma relación causal. Éste depende,
dentro de un sistema dado, de una disposición que podemos describir y analizar,
puesto que sus componentes son invariantes en el sentido de que estructuran el
sistema y confieren un determinado orden secuencial al proceso. Así, el
mecanismo aparece como el conjunto de las unidades estructurales estables con
un orden secuencial dentro de un sistema donde se desarrolla un proceso. Por
ejemplo, en el caso de la ebullición del agua los elementos estructurales que se
mantienen invariantes, como su condición, son el calor de la llama, el
recipiente, el agua líquida, el peso del aire, la humedad relativa del aire, el
vapor de agua, etc. Todos estos elementos del mecanismo son por lo demás
ontológicos y, por tanto, inteligibles, pues son funciones de las estructuras
que intervienen.
El orden secuencial también es invariante: la llama produce
calor, la llama se aplica al recipiente, el recipiente contiene el agua
líquida, el calor se transmite al agua, el agua está sometida a la presión de 1
atmósfera, el agua posee un calor específico determinado, el agua cambia sus
estructura de líquida a gaseosa al adquirir una temperatura determinada, etc.
Resulta entonces que la dinámica existente en los procesos es idéntica a un mecanismo
si la primera se considera por sus resultados y el segundo por el orden de sus
relaciones causales. También resulta que todas estas relaciones causales son
los componentes de un sistema, en este caso, del sistema de evaporación de
agua, y que funciona por el suministro de energía. El orden secuencial nos es
inteligible porque podemos relacionarlo ontológicamente.
El proceso
En tercer lugar, también el proceso mismo es invariante
respecto a sus estados y, por tanto, también es ontológico. Un proceso es todo
cambio que se opera y que va ocurriendo de modo dinámico en un sistema, y
corresponde a la sucesión de estados analizables y medibles, pues el cambio se
opera en último término de modo discreto. De ahí que un estado es aquello que
también permanece fijo, al menos hasta que no cambie. Es la cosa misma desde el
punto de vista cuántico, en cuanto unidades discretas; así, las unidades de
agua líquida en el recipiente son invariantes en tanto no se transformen en
vapor, como en el caso del ejemplo anterior. El estado es la cosa en cuanto
ente.
Heráclito no supo apreciar tampoco esta situación, sino que
percibió únicamente el esquema fenomenológico que describe los procesos en
términos de fenómenos en una escala superior y no el cambio en el caso individual,
el cual es discreto. Él hubiera observado únicamente el agua transformándose en
vapor. Pero en una situación cuánticamente estable la cosa ontológica
permanecerá invariable en tanto una fuerza no la cambie. No todas las unidades
de agua en el recipiente se transforman en vapor simultáneamente, sino una tras
otra, si bien de un modo indeterminado y aleatorio, pero estadístico. La
importancia de la estabilidad relativa de la unidad discreta, desde el punto de
vista ontológico, es que constituye la base para nuestro conocimiento
abstracto, el cual surge de relacionar cantidades de unidades, y no el cambio
mismo. Pero incluso el mismo proceso es una invariante cuando la velocidad del
cambio es instantánea, y se puede hablar, por ejemplo, de explosión como un
ente inteligible.
El dinamismo
Por último, el mismo dinamismo de un proceso es analizable y
medible. Podemos definir qué fuerzas operan en un sistema y medir la
intensidad, la magnitud, la dirección, el alcance, la velocidad, la duración,
el recorrido y el sentido de ellas. En el ejemplo anterior, podemos establecer
y calcular las fuerzas que intervienen: la intensidad de la presión a que está
sometido el sistema, la magnitud de la fuerza de gravedad que mantiene al agua
dentro del recipiente, la temperatura y duración del calor aplicado al agua, la
tensión molecular del agua líquida, el calor latente, el calor específico, el
gasto calorífico de la transmisión de calor, los coeficientes de transmisión de
calor, la capacidad calorífica, etc. Todas estas medidas no sólo son
comprensibles en sí mismas cuando están referidas a escalas conocidas, sino que
a través de ellas podemos llegar a conocer el fenómeno que están midiendo, en
este caso, el agua que ebulle y se evapora.
El hecho de que existan invariantes en el determinismo
natural no significa que una relación causal sea fácilmente reproducible. Lo
contrario parece ser la norma, sobre todo cuando se trata de entidades más
complejas. Por ejemplo, si se piensa en la inconmensurable cantidad de sistemas
solares similares al nuestro que pueden existir en el universo, no se puede
deducir que en algunos de ellos pueda haberse desarrollado la inteligencia
humana. Aunque naturalmente repetibles, es tan grande la cantidad de
condiciones requeridas para la estructuración de un cerebro humano, que
virtualmente son únicas y pertenecen a nuestro propio planeta y a nuestra
propia era, y si se repite aquí y ahora, es a causa del mecanismo de la
herencia genética y de las condiciones particulares del ambiente. Así que tener
un encuentro cercano de tercer tipo con un humanoide extraterrestre, que además
piense como un ser humano, es una imposibilidad virtualmente absoluta.
El conocimiento objetivo
Los procesos del conocer y el pensar no son espirituales ni
tampoco tienen existencia en la res
cogitans cartesiana, sino que se verifican en determinadas estructuras de
nuestro propio universo de materia y energía, que son nuestros cerebros, e
intervienen los mismos tipos de fuerzas que existen en dicho universo. Por una
parte, el corazón bombea directamente hacia el cerebro una apreciable
proporción de la sangre oxigenada y rica en nutrientes. Esta energía es
empleada para mantener la acción de los fenómenos electroquímicos que se
verifican en el cerebro para generar las funciones cerebrales psicológicas que
producen tres tipos distintos, pero íntimamente relacionados, de estructuras
psíquicas: las cognitivas, las afectivas y las efectivas. Todas se reúnen en la
escala superior de la estructuración psíquica, que es la mente, la que se
unifica en la conciencia. Por la otra, el cerebro es el receptor de un
constante y variado flujo de señales electroquímicas cognitivas que provienen
de los órganos de sensación por transformación de fuerzas electromagnéticas y
gravitacionales del medio externo y que los sentidos de percepción estructuran
en percepciones, el córtex organiza en imágenes y el neocórtex sintetiza en
ideas o conceptos. Los conceptos o ideas son las unidades discretas del
pensamiento abstracto.
Toda esta actividad cognoscitiva tiene un doble objetivo:
primero es, siguiendo a los filósofos griegos y en especial a Aristóteles,
conocer con verdad la realidad, y segundo, a partir de este conocimiento,
dirigir y coordinar la acción intencional. En la acción de conocer el sujeto
constituye la cosa en objeto cognoscitivo. El efecto último de la acción de
conocer es generar una representación conceptual de la cosa en la mente. Parece
conveniente aquí reiterar la aclaración entre los conceptos “cognitivo” y
“cognoscitivo”. Por el primero me refiero a la actividad y a los procesos del
conocimiento hasta la escala de la conciencia de lo otro, desde la pura
sensación hasta terminar en la imagen. Por el segundo, al conocimiento
producido por el pensamiento abstracto y lógico debido a la elaboración y
reelaboración de ideas a partir de imágenes como materia prima, que es lo
propiamente humano.
Todos los animales con cerebro y sentidos de percepción
llegan a conocer entes múltiples y mutables y la funcionalidad de aquellos que
les son beneficiosos o peligrosos. Aquéllos más evolucionados consiguen
estructurar imágenes muy acabadas y hasta relacionar imágenes, obteniendo
imágenes nuevas y más significativas. Las imágenes representan cosas en forma
bastante concreta, inmediata, directa y unívoca, pues están muy cercanas de las
cosas que representan. Son reproducciones virtualmente uno a uno de cosas que
existen concretamente en la realidad.
El pensamiento animal se desarrolla en la escala de las
imágenes, que son reproducciones de las cosas de la realidad. El pensamiento
propiamente humano se desenvuelve en una escala superior, que es el de las
ideas. Los experimentos realizados con delfines, loros grises o chimpancés, que
ocasionalmente nos hace disfrutar algunos programas de televisión, no hacen
sino recalcar la distancia cognitiva entre estos inteligentes y simpáticos
animales y los seres humanos. La idea de triángulo es más que una imagen
depurada de triángulo que corrientemente podemos tener, la que por medio de la
analogía cualquier imagen de triángulo le puede ser asimilada. Yo, o un animal,
puedo comparar dentro de una misma escala si mi imagen depurada de triángulo –y
para la cual puedo incluso relacionar con una imagen acústica, como la forma
fonética ¡triángulo!– se parece más a una forma de triángulo que se me presenta
que a la forma de estrella que está a su lado. La idea es más que una imagen,
pues se estructura en una escala superior que podemos denominar abstracta.
A partir del mismo tipo de imágenes, sólo el ser humano
puede estructurar ideas de gran abstracción y muy lejanas de lo inmediatamente
sensible. Las ideas más abstractas, en el sentido de que aunque hacen
referencia a imágenes e ideas concretas no requieren ser representadas
directamente, son los conceptos. El conocimiento humano se expresa en
proposiciones, las cuales están compuestas por conceptos e ideas.
Lo que es verdaderamente extraordinario del intelecto humano
son dos características: 1º que tenga ideas de cosas de la realidad, en
circunstancias de que en la realidad no existen ideas; 2º que esas ideas puedan
ser verdaderas en el sentido que estas representaciones abstractas de la
realidad le correspondan fielmente. Por consiguiente el problema epistemológico
fundamental es: ¿cómo es posible que nuestra mente pueda tener ideas abstractas
y universales, en circunstancias que en la realidad que experimentamos es de
objetos concretos y particulares?
Platón no pudo concebir un modo de conocer ideas a través de
la experiencia sensible y planteó que el “Mundo de las Ideas” era distinto del
“Mundo de las cosas”, del cual sería un mero reflejo. Los idealistas supusieron
que los conceptos son innatos y no adquiridos a través de la experiencia. El
problema que dejan sin resolver es que no es posible explicar por qué un ciego
de nacimiento nunca llega a tener el concepto, por ejemplo, de rojo. Por otra
parte, los conceptos sensoriales son fáciles de explicar que procedan de la
experiencia sensible, como los positivistas exponían en contra de los
idealistas, pero no ocurre lo mismo con los conceptos de libertad, honestidad,
utilidad marginal, cuatrocientos treinta y seis, pues no se tiene de ellos
ninguna imagen sensible correlativa. No es fácil explicar cómo conceptos, como
infinito, implicación, deducción, puedan provenir de la experiencia sensible.
La explicación reside en que la experiencia sensible, común
a la de los animales, provee imágenes a través de la síntesis de sensaciones y
percepciones, y en que de las imágenes no se derivan las ideas o los conceptos
dentro de su misma escala. Los conceptos pertenecen a una escala superior que
sólo el pensamiento humano puede generar. Sus unidades discretas son las
imágenes. Estas son representaciones de escala menor que se estructuran en base
de percepciones. Son virtualmente reproducciones de las cosas de la realidad.
Los positivistas ingleses (Locke, Berkeley, Hume)
denominaban “idea” a lo que es en realidad una imagen, lo que se ha prestado
para muchos equívocos. A lo más que el positivismo puede llegar es a dilucidar
si lo representado tiene sentido o no, pero no puede manifestarse acerca de la
validez o no de una proposición.
Es posible distinguir en las imágenes dos ópticas: cuando la
atención se enfoca en una imagen –acústica, visual, táctil, olfativa–, se hace
referencia a un individuo y es la base para efectuar en una escala superior una
relación ontológica; en cambio cuando se da importancia a una imagen en un
contexto, o a una relación de imágenes, se está dando importancia a una acción,
y es este caso, se está describiendo una relación causal. Un hecho es una
relación causal que se produce en la realidad objetiva.
Con propiedad, santo Tomás de Aquino definía la verdad como
la correspondencia entre la idea y la cosa, entre una proposición y un hecho, o,
en términos más generales, entre la representación abstracta y lo concreto
representado. Sólo una proposición puede ser verdadera o falsa. La verdad o la
falsedad no se refieren a una imagen ni tan siquiera a una idea o concepto,
sino que a una proposición. Sólo la proposición verdadera constituye materia
del conocimiento de la realidad conceptualizada. El ser humano puede conocer
con verdad, pues sus representaciones provienen de los objetos y se refieren a
los objetos.
Así, pues, para conseguir una percepción, es necesaria la
experiencia de la cosa mediatizada por sensaciones. Para adquirir una imagen de
una cosa, se requieren tanto percepciones directas sobre la cosa misma como
percepciones acumuladas en la memoria. Para tener una idea abstracta, las
unidades que la estructuran, las imágenes, provienen de diversas fuentes, como
las experiencias actuales y evocadas, los testimonios, las valoraciones
culturales, las señales. Las ideas se desarrollan en nuestra mente a través de
las relaciones ontológicas y causales que efectuamos en el proceso del conocer
y del pensar, más las relaciones lógicas que construimos, junto con el apoyo
práctico del lenguaje que no sólo ayuda a establecer el orden de una relación,
sino que contiene la experiencia colectiva de toda una cultura.
El que las unidades abstractas del conocimiento subjetivo
correspondan a la realidad objetiva y concreta depende de la consistencia que
posean frente a la crítica de la verdad. Se puede afirmar de plano, en contra
de los idealistas, que el hecho de tener una idea de algo, o de nombrar algo,
no hace que la cosa de la que se tiene una idea o que se nombra adquiera
existencia por sí misma. Por el contrario, la existencia de algo objetivo es
anterior a la idea subjetiva de algo; y la idea de algo, para que sea
verdadera, debe ser capaz de representar lo más fielmente posible a ese algo
existente.
El conocimiento abstracto
Lo que nos diferencia de los animales es nuestra capacidad
de pensamiento abstracto y lógico. El pensamiento racional relaciona
lógicamente las proposiciones que generamos. Pero antes está el pensamiento
abstracto, que tiene dos funciones afines: produce la idea, y también genera la
relación ontológica.
Las percepciones y las imágenes son representaciones
primarias del conocimiento objetivo. El punto es cómo podemos tener ideas
trascendentales a partir de estas representaciones. Kant, al preguntarse “¿son
posibles las proposiciones sintéticas a
priori?”, estaba haciéndose eco del prejuicio de la imposibilidad de este tipo
de proposiciones. Supuso que dichas ideas no pueden provenir del conocimiento
sensible, por lo que no pueden ser a
posteriori. Por el contrario, las proposiciones trascendentales, aquellas
que son aplicables con necesidad a todos los seres del universo, son posibles
gracias a nuestra gran capacidad intelectual para sintetizar conocimiento en
escalas superiores y sucesivas a partir de las sensaciones que experimentamos
en nuestro contacto con el mundo exterior. En el curso de nuestra
estructuración cognoscitiva, los seres humanos distinguimos cosas que se
asemejan y cosas que se diferencian, pues es así como las cosas se dan en la
realidad. Gatos, leones y tigres se asemejan y nosotros los englobamos en la
idea de felinos. Esta es la base del conocimiento abstracto y universal. No es
la mente la que posee a priori un orden conceptual, como supuso Kant, sino que
es la naturaleza es la que posee un orden que la mente puede aprehender. Pero
para que este conocimiento sea necesario, se requiere conocer el origen –la
causa– de la cosa. Así, el conocimiento de las relaciones causales, que
proviene en último término del conocimiento experimental, nos da el grado de
certeza que requiere la necesidad.
La abstracción en la construcción del concepto a partir de
imágenes e ideas más concretas y particulares es una función cognoscitiva de
nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones.
Primero, considera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más particulares.
Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara
los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto
de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los
caracteres comunes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga
y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o
representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea
una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala
superior. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando,
de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada
corrientemente por coloridas imágenes más concretas.
Aquello que ha admirado a los filósofos es, por una parte,
la capacidad del intelecto para tener ideas abstractas, las cuales se refieren
a conjuntos de cosas relacionadas, cuando la realidad se presenta como una
multiplicidad de cosas sin aparentemente mucha relación. La idea de triángulo
se aplica a todas las figuras de tres lados sean del tamaño y del material que
fueren. Por la otra, es la capacidad del mismo intelecto para avanzar desde la
multiplicidad de lo individual hacia la unidad de lo universal. Debemos pensar
que dichas capacidades de la mente son un reflejo de la realidad. Si atendemos
a ésta, advertiremos que las cosas se relacionan con otras cosas que pertenecen
a la misma escala, que son de escalas inferiores incluidas, o que son de
escalas superiores incluyentes. En consecuencia, si nuestro intelecto puede
abstraer elementos significativos y comunes de las cosas y puede
universalizarlos, no es porque tales elementos son anteriores a las cosas
(perteneciendo a las ideas), sino porque las cosas están constituidas primero
por dichos elementos que el intelecto luego relaciona, comprendiéndolos. Mal
que mal, la inteligencia que poseen los individuos de nuestra especie
evolucionó exigida por la existencia de la lucha por sobrevivir justamente en
la realidad, y no surgió ya habilitada para dirigir la lucha.
Las cosas del universo son aparentemente caóticas. La
diversidad de cosas, sus distintos movimientos, el continuo fluir y cambio,
comparados con el orden y unidad de las representaciones en nuestra mente,
hicieron pensar a muchos filósofos que la unidad y el orden existen sólo en las
ideas. Estas características pertenecen, por el contrario, a las cosas de la
realidad objetiva, y nuestra inteligencia tiene la capacidad precisamente de
encontrarlas. Ocurre que la realidad no es sólo aquel tiempo y espacio lleno de
cosas distintas que podemos percibir. También es aquello que relaciona las
distintas cosas en causas y efectos en el espacio y el tiempo. La realidad es
el pasado de donde se originan las causas, el presente donde se actualizan en
efectos y el futuro hacia donde se dirigen las causas del presente. No es sólo
el conjunto de cosas, las que podemos comparar por sus características
(accidentes) que podemos percibir, principalmente es el conjunto de las
relaciones causales existentes entre las cosas y que podemos llegar a conocer.
De ahí que la realidad –o el ser– sea no solo lo existente, también es lo
histórico y lo potencial.
En consecuencia, podemos definir la inteligencia no sólo
como la capacidad para relacionar las representaciones de las cosas
(sensaciones, percepciones, imágenes, e ideas o conceptos), sino también para
encontrar aquello que relaciona ontológica, causal y lógicamente las cosas de
manera objetiva. Desde otra perspectiva, la abstracción no significa un
apartarse de la realidad concreta, sino que es una capacidad intelectual para
racionalizar la realidad concreta y otorgarle universalidad y necesidad.
La estructuración del conocimiento
Podemos entender por relacionar precisamente estructurar. Si
identificamos el concepto “relación” con el de “estructuración”, podremos
acordar que es mucho más fuerte que el de “asociación”. La asociación une
diversas unidades por sus aspectos secundarios o accidentales. En nuestro caso
la relación los une por lo primario o lo esencial. De ahí que la relación
estructure dichas unidades en una escala superior. En este sentido la escuela
psicológica asociativa de William James (1842-1910), que emana de David Hume
(1711-1776), no puede decirnos mucho acerca de la epistemología.
El producto de la inteligencia es el conocimiento. La
inteligencia animal permite relacionar las representaciones de las cosas
percibidas hasta solamente la escala de las imágenes. El cerebro del ser
humano, por su capacidad de abstracción, puede sintetizar las representaciones
en las escalas mayores de las ideas y conceptos, relacionándolos de modo
ontológico –y también de modo metafísico–. A su vez, en la mente humana las
relaciones ontológicas y causales producen proposiciones y juicios, los que
ésta relaciona de modo lógico.
La materia adquiere orden cuando naturalmente se estructura
mediante el empleo de la fuerza y el uso de la energía. El orden de nuestro
conocimiento proviene simplemente del orden de las cosas cuando logramos la
verdad y el buen razonamiento. Nuestras relaciones ontológicas provienen de
nuestras representaciones en la escala de la abstracción, mientras que nuestro
conocimiento de las relaciones causales proviene de comprender la funcionalidad
y el funcionamiento de las cosas.
La inteligencia construye estructuras cognitivas a partir de
elementos representacionales que relaciona. En el proceso de conocer ella
separa las distintas representaciones, distinguiéndolas como únicas, y las une
a otras por aquello que tienen en común. Cuando me refiera a “relación”,
deberemos entender también su recíproco, “distinción”. Un ser humano tiene una
idea de triángulo tanto porque puede distinguirlo de otras figuras geométricas
planas, tales como cuadrados, círculos o trapecios, como porque puede
relacionar implícitamente sus componentes fundamentales consistentes en tres
rectas en un plano que conforman tres ángulos internos que suman 180º, que es
lo que en efecto estructura y define el triángulo mismo. Su idea de triángulo
será aún más abstracta cuando llega a relacionar además que las rectas pueden
ser de cualquier tamaño y sustancia y que cualquiera de los ángulos que éstas
conforman puede tener cualquier abertura menor de 180°.
La representación es una realidad más extensa que el
símbolo. El símbolo es una relación convencional, unívoca, unilateral,
unidireccional con un objeto. La representación es una relación directa y
global con un objeto que admite una multiplicidad de escalas incluyentes. La
idea de triángulo representa desde la idea más abstracta, definida como una
figura geométrica de tres lados hasta el triángulo más concreto posible de
imaginar, en tanto que puede ser simbolizada por cualquier figura convencional.
El conocimiento es igual que tener conciencia de cosas y
cambios de la realidad a través de sus representaciones, o contenidos de
conciencia, y sus relaciones. Por lo tanto, conocer es adquirir conciencia. La
ignorancia acerca de algo es lo mismo que no estar consciente de aquello. Así,
pues, mientras la inteligencia es la capacidad para relacionar contenidos de
conciencia, el conocimiento es la conciencia tanto de los términos de la
relación como de la relación misma.
El conocimiento incluye información tanto sobre qué es el
universo y sus cosas como sobre cómo ésta funciona y está estructurada. Desde
el punto de vista metafísico las cosas del universo son estructuras y fuerzas
que se estructuran en escalas sucesivamente incluyentes, siendo unidades
discretas de una estructura de escala superior y estando compuesta por sus
propias unidades discretas, y se afectan entre sí causalmente dentro de su
propia escala.
El proceso del conocimiento no se escapa de esta condición o
naturaleza. Nuestro sistema nervioso central, constituido por un ingente
amasijo de neuronas densamente interconectadas, es extraordinariamente
funcional. Actúa en todas nuestras actividades o funciones psíquicas, entre las
que se cuenta preponderantemente el conocimiento. Este comienza a partir de la
información nueva externa que llega al cerebro más información almacenada en la
propia memoria. El conocimiento es a
posteriori: recibe de los sentidos de sensación señales sensibles,
constituyendo unidades discretas de la percepción, que es una estructura
psíquica que se encuentra en una escala superior que las sensaciones; a
continuación, el cerebro ordena estas percepciones en imágenes, que es una
estructura psíquica de escala superior que las percepciones; luego, el mismo
cerebro organiza en una escala aún superior las imágenes en ideas. Una imagen
es una representación de algo concreto, mientras que una idea es una
representación abstracta. Una imagen puede ser definida por una idea. Por
ejemplo, Juan, mi vecino, es un hombre. La idea de hombre es una estructura
psíquica cuyas unidades discretas son imágenes concretas de múltiples
individuos humanos concretos que el sujeto conoce por su experiencia y que su
mente relaciona y sintetiza en un todo ideático de escala superior. La idea de
hombre no tiene existencia sino en la mente, como representación abstracta.
Pero aquí no se acaba todo. El mismo sistema nervioso
central realiza nuevas estructuras psíquicas con las ideas para obtener
proposiciones o enunciados, y que son estructuras de una escala todavía
superior, y son de dos tipos: relaciones ontológicas y relaciones metafísicas
(estas últimas son proposiciones trascendentales). Las relaciones causales que
se dan en la naturaleza son aprehendidas como relaciones ontológicas y culminan
apropiada y científicamente en la formulación de leyes naturales que tienen
validez en el universo entero. Las proposiciones son a su vez estructuradas en
una escala aún superior, y tenemos entonces las relaciones lógicas.
Todas las unidades psíquicas en sus diversas escalas podemos
llamarlas representaciones, pues están referidas en último término al mundo
sensible, pudiendo la actividad cerebral saltar de escalas y pasar de
sensaciones a ideas en milésimas de segundo. La mayor o menor adecuación entre
una representación y el mundo sensible o realidad se llama verdad. Como se
puede apreciar, no hay nada a priori
en el sujeto que conoce que no sea su propia memoria de representaciones
estructuradas a partir de su propia experiencia y aprendizaje. El sujeto sólo
tiene la inteligencia con la que la naturaleza lo dotó y que le permite efectuar
las estructuraciones psíquicas de sus representaciones. La realidad es el mundo
objetivo (sensible) potencialmente inteligible.
Las sucesivas estructuraciones del objeto se pueden conocer
directa y objetivamente a través de representaciones. Sus modos de funcionar se
conocen empíricamente. Aquello que caracteriza el conocimiento abstracto son
determinadas funciones cognoscitivas correlativas. La mente, que es un producto
psíquico de la funcionalidad del cerebro humano, tiene la capacidad de
abstracción para relacionar temporalmente estas representaciones y comprender
las relaciones causales que las afectan. Tiene la capacidad de abstracción para
relacionar espacialmente estas representaciones hasta llegar a estructurar
ideas abstractas. También tiene la capacidad para abstraer la cantidad tanto
del tiempo como del espacio y llegar al número. En fin, tiene la capacidad para
abstraer lo trascendental de estas representaciones.
El conocimiento se identifica más con conciencia que con
información. Un sujeto muy bien informado lo está porque activamente ha
intencionado en forma consciente conocer, siendo en este caso la información un
efecto del conocimiento. La conciencia es tanto la capacidad para ser informado
como el interés por informarse. No basta que un sujeto esté expuesto
pasivamente a un flujo de información quam
tabulam rasam para luego memorizarla, como algunos educadores y
comunicadores, siguiendo a ciertos filósofos de la lengua, suponen y además
quieren. El sujeto requiere estar consciente y vigilante. Santo Tomás de Aquino
(1224-1724) habla de intellectus agens para
indicar la actividad cognoscitiva del sujeto. La pasividad frente a la
información no produce conocimiento. La información así adquirida es útil sólo
para pasar exámenes y participar en concursos de conocimientos. El conocimiento
es la estructuración activa a partir de subestructuras informativas. Es
comprensión y entendimiento. Esta estructuración parte de la fuerza que ejerce
el sujeto consciente, vigilante y alerta, y en ocasiones demanda tanto esfuerzo
intelectual que produce somnolencia.
Si la idea puede ser comunicada mediante símbolos, la imagen
debe ser producida directamente, o ser repetida, para ser comunicada. Lo que
simplemente es incomunicable son las sensaciones y las emociones en sí mismas,
aunque no sus manifestaciones externas. La cultura audiovisual contemporánea,
en la utilización de complejas técnicas de publicidad, explota la imagen al
extremo de pretender suplantar la idea cuando asocia imágenes distintas para provocar
una emoción, la ilusión de una idea o incluso una proposición. En su producción
genera corrientemente la percepción de una realidad distorsionadora de valores,
ilógica y puramente concreta. Por otro lado, si el arte logra expresar ideas a
través de imágenes que son inexpresables por medios verbales, es inadecuado
para describir con exactitud la causalidad existente en la realidad. La razón
para ello es que la metáfora, que es su modo de expresión, por la que asocia
analógicamente dos relaciones cuyas conexiones son equivalentes, no es
propiamente lógica ni causal.
Una idea existe en el espacio y el tiempo. Una idea es una
estructura y, en cuanto tal, es una realidad que ocupa espacio, aunque
naturalmente muy pequeño cuando existe en la mente humana, la que se asienta en
el sistema nervioso central, pues involucra una cantidad determinada de
microscópicas neuronas. Su permanencia en el tiempo puede durar desde un
instante en una conexión sináptica hasta lo que dura la existencia de la
persona si se sintetiza como recuerdo en su memoria. La idea puede trascender
el recuerdo en la memoria individual si es transmitida al medio cultural y es
traducida a símbolos convencionales e impresos en libros, o grabados en cintas
magnéticas o en cualquier otro tipo de memoria artificial.
Es conveniente señalar que la idea es triplemente funcional.
En primer lugar, la idea, al poder relacionar una cantidad de entes, nos puede
dar una explicación de la realidad comprendida por éstos. También la idea puede
comunicarse. En esta segunda función, un individuo, para comunicarse con otros,
debe necesariamente relacionar o cifrar las ideas en símbolos convencionales
comprendidos colectivamente. El símbolo puede ser reproducido utilizando
materiales de larga duración, como el granito, el bronce, el pergamino, el
papel, el disco magnetofónico, la cinta magnética o el disco compacto. Una
tercera función de la idea es dirigir, coordinar y regular nuestra propia
acción al otorgarle un contenido valórico y un contenido intencional, es decir,
un contexto y un propósito. Esta misma intención comunicada a otro permite
manifestar la propia voluntad y también concertar y coordinar la acción en
común.
Existen tres tipos de relaciones de las que podemos derivar,
mediante el pensamiento abstracto, un conocimiento objetivo ulterior: la
relación ontológica, la relación causal y la relación metafísica. La primera
pertenece al “ente”, formula la pregunta “¿qué es?”, su parámetro es la
individualidad, está referida a la estructura de la que forma parte y a su
función específica y la respuesta es la esencia. La segunda pertenece a la
relación de causa y efecto, formula la pregunta “¿cómo es?” y también “¿por qué
es como es?”, sus parámetros son lo múltiple y lo mutable, está referida al
cambio y la respuesta es la comprensión del funcionamiento de las cosas. La
tercera pertenece al “ser”, formula la pregunta “¿por qué es lo que es?”, su
parámetro es lo trascendental, está referida a lo que es esencial al ser y la
respuesta es la fuerza y la estructura.
En consecuencia, el conocimiento objetivo es una estructura
de actitudes mentales que buscan responder a tres tipos de preguntas distintas
que el sujeto se hace respecto a la realidad. La relación ontológica resulta de
responder a la pregunta “¿qué es?” En una primera instancia la mente relaciona
una imagen con una idea, como en el ejemplo, Juan es un hombre. En una escala
superior, una relación ontológica verdadera es el producto de relacionar dos
ideas, como en el ejemplo, un hombre es un animal racional. Por su parte, la
relación causal surge de responder a la pregunta “¿cómo es?” Este preguntarse
comprende una serie de escalas que va desde el simple hecho causal, a la
hipótesis, hasta la teoría. En cuanto a la relación metafísica, aparece con la
pregunta “¿por qué es?” La respuesta considera lo que es trascendental de las
relaciones ontológicas, alcanzando el máximo grado de abstracción. Por último,
la mente también efectúa relaciones lógicas cuando ordena racionalmente las
proposiciones que resultan de las respuestas a las anteriores preguntas para
obtener proposiciones ulteriores.
El sistema del pensamiento
El sistema del pensamiento ocupó el centro de la filosofía
de René Descartes (1596-1650), a quien le tocó vivir en una época de grandes contradicciones
filosóficas y de verdades contrapuestas. Este filósofo quería construir un
método para llegar a la verdad incontrarrestable. Supuso que las ideas que
sustentan cualquier juicio verdadero deben ser claras y distintas y estar
despojadas de toda imprecisión y error. Esto significa sostener que entre la
idea y la realidad se debe dar una relación de uno a uno, es decir, una idea
para cada cosa. Para ello Descartes creyó que la realidad es extensa, o sea,
está compuesta por unidades con extensión, y que es posible descubrir y conocer
los segmentos unitarios y llegar a obtener una representación cognoscitiva de
estos segmentos. Pensó que el conocimiento es la capacidad para conocer estos
segmentos y que un gran conocimiento es posible si uno llega a adquirir una
cierta cantidad de estas representaciones.
Sin embargo, la realidad no es precisamente la totalidad de
estas unidades extensas que conforman el espacio del universo, aunque éstas
sean de tamaño casi infinitesimal. La realidad es más bien aquello que nosotros
podemos objetivar, esto es, que podemos erigir en objeto de nuestro
conocimiento. Aquello que no es susceptible de objetivar simplemente no podemos
conocer. Por una parte, nuestro sistema de pensamiento racional y abstracto
puede objetivar unidades más universales de cosas individuales y concretas en
lo que llamamos ideas, en el sentido de que podemos predicarlas de todas estas
cosas. Por la otra, el proceso de este sistema trata de estructurar estas ideas
en enunciados, proposiciones o juicios a partir de las relaciones que efectúa,
relacionándolas según sus semejanzas para llegar a ideas aún más universales.
Luego relaciona estas proposiciones según criterios lógicos. En fin, también
puede objetivar las relaciones entre cosas gracias a que se relacionan
naturalmente de modo causal. De allí que nuestro pensamiento pueda estructurar
un mundo de ideas, efectuando relaciones ontológicas mediante el proceso de
abstracción, relaciones lógicas por nuestra capacidad para procesar
racionalmente distintas proposiciones, y ontologizando las relaciones causales
de la naturaleza.
El sistema del pensamiento es un proceso cognoscitivo cuya
función es correlacionar críticamente nuestro mundo subjetivo y personal de
representaciones e ideas con el mundo objetivo de cosas reales, adecuando y
modificando permanentemente el primero al segundo hasta hallar la
correspondencia o adecuación más completa que nos es posible. Mediante el
análisis, sometemos las relaciones causales al rigor de la lógica. Mediante la
síntesis, sometemos las conclusiones de la lógica a las relaciones ontológicas.
El objetivo de este proceso es el juicio correcto que se identifique con una
proposición verdadera y llegar a verdades universales que engloben conceptos y
juicios de menor escala.
Para obtener juicios correctos debemos superar muchos
obstáculos que se interponen en el camino: prejuicios, suposiciones,
ignorancia, fallas lógicas, como las generalizaciones y conclusiones ilógicas,
pasiones que obnubilan el juicio, etc. En la obtención de estos juicios, no
sólo está implicada la supervivencia de la persona como organismo biológico,
sino que también su desarrollo y su crecimiento intelectual. Sin embargo, la
supervivencia del individuo humano depende principalmente de la subsistencia de
su grupo social, y para recibir la protección de éste aquél debe aceptar y
hacer suyo los juicios que los individuos que componen el grupo social efectúan
sobre todo tipo de materias, aunque muchos de dichos juicios sean
manifiestamente erróneos. En consecuencia, a pesar de que el mandato de la
inteligencia es que su sistema de pensamiento obtenga juicios verdaderos, la
libertad personal le señale al individuo que persiga como camino correcto la
rectitud y, su conciencia le dicte buscar la verdad a todo trance, la presión
social y el temor al rechazo social consiguen adormilar su pensamiento y
aceptar las mentiras y los errores colectivos como si fueran benéficos.
CAPITULO 3. LA RELACION ONTOLOGICA
La relación ontológica
es una estructuración como producto de unir en la mente las esencias de dos o
más entes y obtener una unidad ideática más abstracta. La unión es una síntesis
que produce una idea más universal. Inversamente, la intersección de dos o más
conjuntos de ideas produce a través de este análisis una idea menos universal.
El fruto del proceso del pensamiento abstracto es la idea o concepto.
La esencia
Existen dos escalas en las relaciones ontológicas. La escala
menor relaciona la imagen de un objeto individual concreto con la estructura
ideática de la cual es una unidad discreta. Por ejemplo, mi vecino Juan es un
hombre o Micifuz es mi gato. La escala mayor de relación ontológica relaciona
dicha estructura ideática con otras estructuras similares y obtiene una
estructura conceptual de escala mayor y de la cual las anteriores forman parte
como unidades discretas. Además, para definir dicha estructura conceptual con
precisión, le agrega su función específica, que la caracteriza y la diferencia
de las otras unidades discretas. Por ejemplo, un hombre es un animal racional o
un gato es un felino doméstico.
De este modo, una relación ontológica es una estructuración,
a una escala menor, de unidades discretas de representaciones de imágenes e
ideas de entes más concretos para producir una idea. A una escala mayor se
estructura una unidad conceptual más abstracta que incluye solo ideas como sus
unidades discretas. Puesto que incluye otros conceptos que la definen o la
comprenden, se identifica naturalmente con una proposición. Una proposición es
la relación explícita y asimétrica (la relación simétrica es una tautología) de
dos o más conceptos o ideas. Únicamente los seres humanos tenemos el poder de
abstracción y de razonamiento que nuestra enorme capacidad cerebral nos otorga
para, en una primera instancia, abstraer ideas y generar una relación
ontológica. De esta relación, se obtiene una proposición que puede ser
altamente abstracta, en el sentido de llegar a no tener una referencia directa
con algo concreto.
La palabra ontología proviene del griego y significa
conocimiento de entes. Un ente es un ser, una cosa, pero en tanto es
inteligible; es lo que produce la esencia, aquello de la cosa que está referido
a nuestro conocimiento abstracto. Luego, un ente, por estar referido a nuestro intelecto,
es un objeto. Y lo que está referido de una cosa individual a nuestro intelecto
es la imagen de la cosa.
Toda cosa es una estructura funcional. Lo que primeramente
conocemos de la cosa son sus funciones que afectan a nuestros órganos de
sensación, o sus accidentes, en términos aristotélicos, o su apariencia, el
fenómeno, en términos kantianos. La “información” (Aristóteles diría, por el
contrario, la “forma”) que aporta la cosa es recibida por el cerebro a través
de los sentidos, y estructurada como percepción. Nuestro intelecto, tal como el
ojo que está adaptado a captar la gama de radiación más intensa del Sol, ha
evolucionado para poder conocer precisamente la realidad como aparece. Lo que
primero conocemos de una cosa es aquello que se manifiesta concretamente de
ella como percepción (visual, auditiva, táctil, etc.), y segundo, en una escala
mayor, conocemos su imagen.
Pero además, y en contra de la opinión de Kant, también
nuestro intelecto puede conocer la “cosa en sí,” el noumena kantiano. Ello lo efectúa mediante la relación ontológica a
partir del conocimiento de cómo funciona la cosa que conoce y con qué una cosa
se relaciona. El “cómo” funcionan las cosas deriva del conocimiento de las
relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad. De este
modo, la cosa en sí es una estructura que se comprende por ser parte de una
estructura de escala superior y por sus funciones que derivan del ejercicio de
las fuerzas de sus subestructuras, de escalas inferiores.
La abstracción es la capacidad de nuestro intelecto para
construir o estructurar relaciones ontológicas. No es, como lo entiende la
epistemología aristotélica, la asimilación o la captura de la forma inmaterial
de la cosa concreta por el intelecto. La forma contendría la esencia, y tras
tener la experiencia de uno de estos entes, se conoce al resto de los entes de
la misma forma. Se supondría que la esencia tiene una naturaleza anterior al
ente, pudiendo ser compartida por un número de ellos. Por el contrario, la idea
es una producción de nuestro pensamiento a partir de la experiencia de cosas
cuyas imágenes, y no sus formas, llegamos a conocer. Cuando relacionamos una
cantidad de entes por sus imágenes, no sólo distinguimos aquello que tienen en
común y que los diferencia del resto, sino que también los ubicamos como
perteneciendo o formando parte de otros entes. Aquello que los agrupa por lo
que tienen en común constituye una idea. Por ejemplo, si son artefactos que
tienen en común manubrio, sillín, dos ruedas y pedales, son ‘bicicletas’, y si
en vez de pedales tienen motor, son entonces ‘bicimotos’.
La esencia es aquello que toda cosa tiene en cuanto objeto
de conocimiento. Se compone de la esencia correspondiente a la estructura de la
cual es una unidad discreta, que es su parte genérica, y de la esencia
correspondiente a su propia función, que es su parte específica, por ejemplo,
planeta con biosfera, tablero apoyado-en-patas, rumiante lechero,
artefacto-volador autopropulsado. Aunque las esencias pertenecen a las cosas en
cuanto entes u objetos de conocimiento, pueden ser comunes a varias cosas y, en
este sentido, nuestro intelecto las relaciona antológicamente y obtiene una
idea de escala superior. Cada cosa tiene su propia esencia, que es lo que
afirman los nominalistas, pero también cada relación de entes toma aquello de
su esencia por lo que las cosas relacionadas en nuestra mente poseen en común.
Por lo tanto, si una imagen es la representación en la mente
de una cosa individual concreta, una idea es la representación del común
denominador de un conjunto de cosas individuales y/o conceptos abstractos, que
es la estructura de escala superior que las engloba, pues ésta relaciona en sí
misma una cantidad de entes más o menos concretos por lo que tienen en común. La
referencia de los diversos entes a una sola esencia es lo que se puede
denominar ‘relación ontológica.’ La relación ontológica corresponde a las
partes de las esencias de las cosas que son comunes entre ellas. El producto de
la relación ontológica es la idea o concepto. Entre la diversidad de cosas que
experimentamos algunas de ellas tienen un tronco enraizado en el suelo que se
proyecta hacia arriba en follaje. A tales cosas las podemos reunir bajo un
concepto que podemos denominar “árbol”, siendo su esencia el ser un vegetal
leñoso. Una relación ontológica termina por adquirir formalmente la estructura
de una proposición o un juicio que contiene un sujeto y un predicado. Cuando
advertimos que el follaje es verde, podemos decir “el árbol es verde”.
La unión y la intersección
La relación ontológica se verifica sobre la base de la
cantidad de entes. En efecto, su mecanismo tiene por objeto la obtención de las
esencias, que son las unidades inteligibles, a partir de las ideas abstractas
de una multiplicidad de objetos sensibles disímiles. Establece una mecánica que
busca en los caracteres o propiedades inteligibles abstraídas de las
representaciones ideáticas lo que tienen de común. En la perspectiva de lo más
universal lo múltiple queda en el terreno de lo menos inteligible y de las
matemáticas. También lo mutable deja de ser un carácter inteligible apenas se
aumenta el grado de abstracción y la idea se hace más universal, pues la
relación ontológica tiende a lo simple, condición de la unidad, que es lo opuesto
a lo complejo, condición de lo mutable.
Para explicar la mecánica de la relación ontológica, es útil
recurrir a la teoría de conjuntos de Georg Cantor (1845-1918), aunque su
intención no haya sido referirse precisamente a esta relación. En ésta los
conjuntos pueden someterse a sólo dos tipos de operaciones distintas: la unión
y la intersección. La unión de dos o más conjuntos constituye un nuevo conjunto
que comprende todos los elementos de los anteriores. La intersección de dos o
más conjuntos es el nuevo conjunto que resulta de considerar sólo aquellos
elementos que se encuentran en los anteriores conjuntos al mismo tiempo.
La unión se identifica con la síntesis ontológica, en tanto
que la intersección, con el análisis. Tanto la síntesis como el análisis tratan
de estructuras y fuerzas, ya sea para relacionar aquellas de una misma escala y
obtener otra de una escala superior que las comprenda, o para disociar los
componentes de una estructura o de una fuerza y manejarlos separadamente.
Cuando la operación es del intelecto, las genéricas síntesis y análisis se
especifican en la unión y en la intersección de Cantor, respectivamente.
Una relación ontológica vincula tanto a los individuos por
alguna de sus funciones como a las estructuras por algún aspecto o cualidad.
Por ejemplo, un conjunto puede contener individuos verdes o rojos y grandes o
chicos. Se pueden establecer conjuntos de individuos o elementos verdes, rojos,
grandes y chicos. En este caso los conjuntos de colores con los de tamaños se intersectan.
También el conjunto de elementos verdes y el conjunto de rojos pueden unirse en
el conjunto de elementos de color. Lo mismo puede ocurrir con el conjunto de
elementos grandes y el conjunto de elementos chicos. Relacionar las cosas en
forma ontológica es una capacidad intelectual que poseemos naturalmente. La
filosofía se puede definir como el tratamiento de las relaciones (ontológicas)
entre las cosas por lo que son en sí (los ‘qué son’), más que por sus
manifestaciones o funciones (los ‘cómo son’).
Refiriendo la teoría de conjuntos a la relación ontológica,
en el caso de la unión las ideas de varios elementos individuales o de varios
conjuntos individuales pueden constituir la idea de un conjunto más universal.
Por ejemplo, las ideas de gatos, loros, hormigas, hombres, cocodrilos pueden
conformar la idea más universal de “animal”. Si la idea de gato la relacionamos
con las de tigres, panteras, pumas, ocelotes y leones, obtenemos el conjunto de
“felino” que es relativamente menos universal que el de animal pero más que el
de gato.
En el caso de la intersección, la idea de un individuo, o de
un conjunto particular, puede estar compuesta por dos o más ideas más
universales. Por ejemplo, la idea individual de “gato” está compuesta por ideas
más universales, como “felino” y “doméstico”, suponiendo, desde luego, que
éstas sean los caracteres esenciales más significativos y distintivos de la
idea de gato. Las ideas más universales se refieren a una mayor cantidad de
entes que las menos universales. Pero cuando ocurre una intersección de ideas,
es decir, cuando los géneros se especifican, en este caso, felino por doméstico
y doméstico por felino, el conjunto (o idea) resultante se restringe para
designar a la totalidad de los individuos “gatos”. Adjetivando aún más una
idea, como por ejemplo, la idea “gato” adjetivado con “negro de la tía Ana”, se
puede llegar a lo individual y concreto, en este caso, al ‘gato negro de la tía
Ana’.
No debemos confundir la naturaleza de las ideas con la
naturaleza de las cosas, de las cuales construimos imágenes. En las cosas
existen estructuras que son unidades discretas de estructuras de escalas
superiores y están compuestas por estructuras de escalas inferiores que son sus
propias unidades discretas. Por ejemplo, el aparejo de un buque a vela está
compuesto por la arboladura, la jarcia y las velas. La arboladura es el
conjunto de palos y vergas, la jarcia es el conjunto de todos los cabos y las
velas es el conjunto de los paños de lona rebordeado por la relinga y que se
larga en la arboladura y estayes. Por su parte, el aparejo es, como el casco,
parte del buque.
De modo similar a la relación ontológica que puede
especificarse, una acción, esto es, un verbo, puede especificarse
relacionándola con una o más ideas que denominamos adverbios. La relación de
dos o más ideas genera mayor conocimiento, y éste es verdadero si las ideas y
su relación corresponden con la realidad.
En consecuencia, mediante operaciones de unión de conjuntos
podemos avanzar hacia lo universal. Mediante operaciones de intersección de
conjuntos podemos retroceder hacia lo individual. Por ejemplo, entre el Félix
individuo y el ser universal puede mediar una cantidad de relaciones válidas:
Félix es un gato; Félix es un felino; Félix es un mamífero; Félix es un animal;
Félix es un ser viviente; Félix es un ser. En cada paso el predicado se hace
más extensivo, abarcando más unidades, hasta identificarse con el universo. De
igual modo, son válidas las relaciones entre términos intermedios. Por ejemplo,
un gato es un felino; un mamífero es un animal; un felino es un ser, etc.
Lo singular no es cognoscible como idea, sino como imagen,
pues no es susceptible de ninguna operación. Las cosas, como entes, pueden ser
conocidas conceptualmente en toda relación ontológica únicamente por referencia
a otros entes, y no en sí mismas. En sí mismas nos aparecen como imágenes.
Naturalmente, aquello que sirve de referencia y que comparte con otros entes es
su pertenencia a una estructura de escala mayor y a su funcionalidad
distintiva.
El mecanismo que efectúa la relación ontológica es la
abstracción, pues reúne los caracteres fenoménicos comunes de la pluralidad de
entes en una sola esencia. Es conveniente, por tanto, volver a la abstracción.
Ésta es una función psicológica de nuestra estructura cerebral por la cual se
realizan una serie de operaciones. Primero, considera dos o más conjuntos.
Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara
los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo
conjunto. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comunes
de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos
“idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones,
que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que
conforma una unidad discreta de una estructura de escala.
El contenido de este nuevo conjunto es lo que denominamos
“esencia”. Así, cada idea, que se refiere a un conjunto de entes, responde a
una esencia específica, y una misma esencia puede ser compartida por otros
entes de la misma escala. El hecho de que la esencia sea una característica
propia del ente y no algo impuesto por el sujeto en forma arbitraria, como
quiso Kant, responde a tres razones. Primero, el funcionamiento de nuestros
cerebros es similar. Segundo, tenemos la capacidad para comunicarnos y
compartir las mismas ideas o conceptos, traducidos a símbolos. Tercero, tanto
la esencia como los caracteres que la conforman pertenecen a objetos de la
realidad, y no al mundo de las Ideas. El único problema radica en nuestra
capacidad para efectivamente aprehender la esencia en forma precisa, completa y
desprejuiciada.
Mientras más universal es una esencia, mayor cantidad de
entes individuales participan de ella; de igual manera, aunque ella sea
considerada más fundamental, menor es la parte de la esencia individual que es
participada, pues los caracteres, o elementos comunes, son menores. En la
medida que los rasgos fenoménicos comunes son más básicos, éstos se pueden
predicar de una mayor cantidad de individuos. El extremo absoluto de esta
escala es la noción única de ser, la esencia más universal de todas, ya que
ésta puede predicarse de todos los individuos que participan de ella y se
extiende a la totalidad de los individuos del universo. El extremo absoluto
opuesto corresponde a la pluralidad de los individuos singulares. Las unidades
inteligibles, o esencias, entre ambos extremos están referidas, en el primer
caso, a conjuntos más particulares y, en el segundo caso, a conjuntos más
generales mutuamente especificados (o intersectados). En consecuencia, toda
esencia se relaciona a las otras esencias en cuanto a la cantidad de entes y,
en último término, a la unidad y universalidad del ser.
Por lo tanto, la relación ontológica necesita tan sólo una
coordenada en el proceso del conocimiento: la cantidad. Con el objeto de poder
visualizar este mecanismo podemos imaginar lo siguiente: a lo largo de su único
eje se pueden ubicar los diversos momentos de conocimiento según pertenezcan a
ideas más o menos abstractas. Uno de los extremos de esta abscisa queda ocupado
por la multiplicidad de lo individual. Esta es una pluralidad de seres
individuales sensibles, cada uno de los cuales es percibido y representado en
tanto imagen como una singularidad, pero sin relevancia ontológica en tanto no
se relacione con otros entes, pues el conocimiento objetivo es de lo plural, no
de lo singular, la razón es que lo singular no está referido a algo. El otro
extremo corresponde a la unidad de lo universal, es decir, al mismo ser, que
comprende la totalidad de las cosas inteligibles, donde el ser no es una cosa,
sino un concepto o una idea que se predica de todas las cosas en cuanto objeto
de conocimiento. Entre medio se encuentran las ideas según su grado de
universalidad.
El producto del conocimiento abstracto
El producto del proceso del conocimiento abstracto es el
concepto o idea. Pero, primero, conviene hacerse la pregunta: ¿hasta qué punto
el conocimiento obtenido en este proceso corresponde a la realidad objetiva? El
proceso comienza con la estructuración de sensaciones a partir de las señales
provenientes del objeto. Nótese que nuestra noción de objeto no es lo que el
entendimiento provee, según la tradición kantiana, sino que denominamos objeto
a aquello que es directamente externo a nuestro intelecto y que emite señales
que nuestros sentidos pueden recibir; es decir, el objeto es una cosa referida
a nuestro conocimiento. A partir de estas señales, los sentidos de sensación
integran sensaciones para terminar produciendo percepciones que el intelecto
organiza en imágenes. En una escala superior las imágenes conforman ideas, las
que por la abstracción se consolidan en conceptos o ideas de carácter más
universales. Las ideas, o conceptos, son las esencias de los entes, u objetos
referidos a nuestro conocimiento conceptual. Nótese además que en este proceso
no existe ninguna dualidad entre lo material y lo espiritual. Todo en él son fuerzas
y estructuraciones cerebrales de representaciones psíquicas de estructuras y
fuerzas existentes en nuestro universo de materia y energía.
El problema del conocimiento en esta perspectiva es que, a
partir de la entrada de las señales en el sujeto que conoce, todo el proceso lo
realiza el mismo sujeto en su sistema nervioso. Sin embargo, esta acción puede
distorsionar el resultado final, que es la obtención de una idea que represente
lo más fielmente posible al objeto real, procurando que la correspondencia
entre el concepto y la cosa misma sea máxima. La estructuración de una imagen a
partir de percepciones parciales puede ser bastante incompleta si no existieran
experiencias previas que ayuden a completarla. Tarareemos una melodía recién
escuchada o intentemos dibujar un objeto visto por algunos instantes. Ya en la
escala de la imagen, ésta no puede considerarse, en esa primera etapa de la
experiencia, como una representación fiel del objeto, ni mucho menos total.
Probablemente, requeriremos mayores experiencias o ser expuestos a la acción
causal del objeto. No otro propósito tiene la acción del pintor, quien, tras su
lienzo, observa repetidas veces su modelo mientras va pintando su
representación imaginativa en el lienzo, o la del estudiante, quien a fuerza de
repetir su lectura llega a memorizar la lección.
En las experiencias las emociones no dejan de jugar un papel
importante en cuanto a fijar nuestra atención y proveer un contexto de placer o
dolor asociado y fácil e intensamente evocable. Consideremos, por otro lado, la
acción de los publicistas que procuran asociar imágenes conocidas para
conseguir una idea especial, asociada a una emoción placentera, que induzca en
el sujeto la necesidad por un producto, pero separada de sus orígenes. Los
artistas crean algo semejante. Ellos logran asociar en forma analógica imágenes
auditivas, táctiles o visuales para conseguir un concepto imposible de
describir verbalmente y que resalte algún carácter difícilmente perceptible. A
veces, la imagen poco o nada tiene que ver con un objeto, aunque mucho con el
misterio de la realidad, o con ideas difícilmente comprensibles por los medios
corrientes.
También debemos considerar que el proceso es influenciado
por las condiciones propias del sujeto, quien no sólo está determinado respecto
a las condiciones espacio-temporales, por las que queda en una posición
particular para recibir determinadas señales del exterior, sino que por sus
mismas condiciones especiales que influyen poderosamente en el proceso del
conocimiento, poniendo un toque distintivo y particular: su propia personalidad
y carácter, sus emociones, sus intereses, su desarrollo personal u ontogénico,
sus experiencias, etc.
Además, el sujeto se encuentra inmerso en una cultura
determinada. Los condicionamientos culturales tienen, por su parte, una
influencia decisiva sobre la percepción de la realidad particular, a la cual el
sujeto se hace sensible, y del punto de vista adoptado sobre aquella realidad.
La cultura consigue representar una realidad de un modo particular; con
imponente autoridad logra establecer en el sujeto los parámetros mismos del
proceso del conocimiento a través del sistema cultural de pensamiento adquirido
mediante el lenguaje.
Si el proceso está tan condicionado, ¿qué posibilidad tiene el
concepto obtenido para que sea verdadero y corresponda con la realidad? Por
parte del individuo, y siempre que carezca de psicopatologías, las que tienden
a distorsionar la realidad por carencia de la capacidad para unificar la
multiplicidad, él tiene una necesidad biológica y social por la verdad, por
cotejar permanentemente las diferentes etapas del desarrollo del proceso con la
realidad. En ello no sólo le va su supervivencia, sino también la posibilidad
de comunicarse con sus semejantes. Por parte de la cultura, la que tiene por
objeto la subsistencia de la sociedad, el proceso de un conocimiento verdadero
depende de la veracidad de las creencias que aquélla sostenga. Para conseguir
una acción colectiva unívoca las ideas se exageran hasta el absurdo de los
ideologismos. En el largo plazo, toda falsedad implica yerros y fracasos, de
modo que existe una tendencia para una continua depuración del ethos cultural,
lo cual garantiza de cierto modo que los valores culturales ayuden, más que
impidan, la obtención de la verdad por parte del sujeto que conoce. Pero
aquello que posibilita efectivamente la obtención de la verdad objetiva es la
relación ontológica que tiene por fundamento la relación causal que la ciencia
logra develar, y que analizaremos más adelante.
La relación ontológica no logra incluir el espacio y el
tiempo, aquello que es múltiple y mutable, en la esencia de las cosas, por
estar estos elementos indisolublemente vinculados con la singularidad de lo
individual, por lo que, desde la perspectiva ontológica, éstos quedan al margen
de lo inteligible, situación que no ocurre con la relación causal. En el caso
de la perspectiva aristotélica de la dualidad forma-materia, si la esencia no
puede contener ni el espacio ni el tiempo, es porque se supone erróneamente que
su vinculación es con lo material y, por tanto, se entiende que estos
parámetros simplemente no pueden acompañar a la esencia dentro del intelecto, a fortiori y emprejuiciadamente
inmaterial.
A pesar de lo dicho, Karl Marx (1818-1883) pretendió
explicar lo mutable empleando la relación ontológica. Invirtiendo la dialéctica
idealista de J. G. Fichte (1762-1814) para referirse a lo material
(entendiéndose por "material" lo opuesto de lo ideal), intentó
establecer la mecánica del cambio. La explicó mediante un ordenado y hasta
predecible ciclo de tres estados ontológicos: entes contrarios (la tesis y la
antítesis), en una contradicción ontológica interna sin posibilidad de
subsistencia, derivan en un tercer ente, síntesis de los anteriores y generador
(la tesis), a su vez, de un contrario (la antítesis), y así sucesivamente, en
una especie de convulsivos –revolucionarios– saltos rítmicos, generadores del
cambio social.
En lo que no se contradijo con la relación causal es que la
causa del cambio Marx la identificó con la fuerza, en este caso, con la fuerza
social generada por la “lucha de clases”. Esta proviene, según él, de la
tensión bipolar que van produciendo los distintos modos de producción económica
que han surgido en la historia y que estarían estrechamente ligados a la
propiedad privada de los medios de producción. Supuso que basta con eliminar
este factor perturbador para terminar con el cambio social y poder llegar, al
fin, a aquella sociedad estática y perfecta de paz, solidaridad y justicia tan
soñada por el milenarismo, el que estuvo también en el ideario de una anterior
revolución, aquella que proclamó la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sin
embargo, su dialéctica es irreal, pues el cambio no lo explica la relación
ontológica, sino la relación causal, que es la que analizaremos enseguida.
CAPITULO 4. LA RELACION CAUSAL
El universo, que es
mutable y múltiple, se caracteriza por el cambio. Sin embargo, la realidad no
es caótica. Podemos conocer en ella regularidades invariantes, pues el universo
posee un modo de funcionamiento regular. La relación entre una causa y su
efecto es tan determinista que responde a una ley universal posible de conocer.
Este conocimiento es empírico. El conocimiento científico consiste en penetrar
en la complejidad de lo múltiple y mutable para comprender la ley de la
conexión, por la que las cosas se relacionan causalmente. Tras la observación
se elabora una hipótesis que encontrará validez en la verificación de la
experimentación. Una relación causal de causa-efecto, que proviene del objeto,
la podemos convertir en una relación ontológica de sujeto-predicado.
Causalidad y conocimiento
En una perspectiva científica, aquello que caracteriza el
conocimiento del universo son precisamente el cambio, que es lo mutable y lo
perecible, y la multiplicidad de cosas, que es lo vario. La ciencia no se
preocupa por saber qué es el cambio, sino que de describirlo. El “qué es el
cambio” fue la preocupación de Heráclito (535-484 a. C.). Lo mutable y lo múltiple,
desdeñados por la epistemología filosófica tradicional que sigue a la unidad
del ser de Parménides (515-450 a. C.), logran explicar los mecanismos, procesos
y funciones que la ciencia observa en los fenómenos, es decir, la causalidad
entre las cosas. Si lo que fascinó a la filosofía es conocer aquello que
permanece inmutable –la idea absoluta–, en la creencia que su posesión
significa sabiduría, lo que fascina a la ciencia es, por el contrario, lo
múltiple y lo mutable, en el entendido de que justamente en el cambio de las
múltiples cosas se encuentran las causas, aquello que explica precisamente la
realidad. Mientras la filosofía tradicional debió remitirse a la causa final
para explicar el cambio, la ciencia lo ha explicado mediante la causa (la causa
eficiente, desde el punto de vista de la filosofía aristotélica). Mientras la
filosofía ha tendido a buscar lo simple y brillante (por ejemplo, las ideas
claras y distintas de Descartes), la ciencia se ha comprometido con lo complejo
y lo confuso para encontrar la relación causal. Ello explica el hecho que la
ciencia avance con pasos tentativos, fortuitos e inspirados de muchos hombres a
través de muchos años, y que el premio del esfuerzo es la certeza del
conocimiento objetivo.
La ciencia ha podido afirmar que la realidad no es caótica,
sino que su comportamiento está tan determinado, que depende de leyes naturales
que valen para todo el universo, y la tarea de la ciencia es descubrirlas. Las
manzanas que se desprenden de los manzanos siempre caen verticalmente al suelo.
Newton descubrió que la fuerza que hace caer las manzanas al suelo es la misma
que hace que la Luna gire en torno a la Tierra. Además, la ciencia comprende
que la fuerza tiene una forma específica de actuar y de ser funcional, dependiendo
de la configuración de la estructura. Las campanas tañen una nota determinada
cuando se las golpea con el badilejo. En consecuencia, el funcionamiento que
surge de la interacción de fuerzas y estructuras está determinado por leyes
naturales. Éstas son posibles de ser conocidas.
La acción de las fuerzas entre las estructuras se da de modo
de relaciones causales. Estas son, por lo tanto, datos de la realidad, y no
elaboraciones mentales, como lo es la relación ontológica. Quienes apelan a
estas leyes, denominadas “naturales” para distinguirlas de las leyes humanas y
divinas, para apoyar sus argumentaciones, como ocurre con ciertas autoridades
morales y éticas, pueden hacerlo sólo si conocen el cómo y el por qué operan en
cada caso, lo que significa basarse en el método y el conocimiento científico
antes que en elucubraciones tendenciosas, falaces y baratas. Por lo demás, las
leyes de la naturaleza no son prescriptivas, sino que descriptivas. Describen
la forma cómo la naturaleza funciona.
Así, pues, además de las cosas que la componen, lo que más
caracteriza a la realidad es el cambio. Las cosas surgen, desaparecen y se van
modificando mientras existen. Pero el cambio se da según ciertas regularidades
determinadas de acuerdo a la causalidad. En el cambio interviene la relación de
causa y efecto, o en corto, la relación causal. En una relación causal se da
una causa que se vincula con su efecto. Por ejemplo, cuando la llama del fuego
(la causa) se aplica a un caldero, al cabo de un tiempo el agua que contiene
comienza a calentarse hasta la temperatura de ebullición (el efecto).
Tanto los animales como los humanos conseguimos sobrevivir
en este mundo en perpetuo cambio, evitando activamente aquello que nos puede
dañar y aprovechando aquello que nos puede nutrir, proteger y cobijar. También
la naturaleza nos puede jugar malas pasadas no previstas y que pueden tener
consecuencias devastadoras, como los terremotos, las inundaciones, las pestes,
las sequías. En una cultura precientífica, usualmente no se logra establecer la
relación entre el efecto que se percibe y su causa, dándose explicaciones
mágicas o míticas y atribuyéndolas a las divinidades. En cambio, la relación
que vincula un efecto con su verdadera causa es de especial importancia para la
ciencia, la que podrá hasta verificar experimentalmente la relación. Tanto por
inferencia inductiva como por el conocimiento del funcionamiento de las cosas
que operan en una relación causal, la ciencia llega a establecer la ley natural
de su conexión.
Mediante la experiencia sensorial percibimos innumerables
cosas, procesos y acontecimientos naturales. El tipo de conocimiento que
adquirimos al observar la naturaleza y que conforma el material de la ciencia
comienza cuando notamos regularidades en el curso de los acontecimientos. El
interés por determinar regularidades va de la mano con el interés en la
predicción. Además, a menudo cuando podemos predecir, también podemos controlar
el curso de los eventos. Muchas regularidades no son invariantes. Juan duerme
de noche. La empresa científica puede ser descrita como la búsqueda en la
naturaleza de invariantes genuinas, de regularidades sin excepción, para poder
afirmar: siempre que se cumplan tales condiciones, este tipo de cosas siempre
ocurre. Un enunciado de invariancia genuina constituye una ley natural. Los
seres humanos descansan durante el sueño nocturno.
La realidad posee un modo de funcionamiento que únicamente
los seres humanos podemos llegar a conocer en forma abstracta y derivar de este
modo determinado de acción una ley que se aplica a todas las relaciones
causales del mismo tipo. Esta capacidad la obtenemos principalmente por la
observación y/o cuando aplicamos el método científico y su verificación
empírica, es decir, cuando podemos reproducir a voluntad el fenómeno. No
obstante, nuestro conocimiento obtiene certeza absoluta sólo cuando
comprendemos el mecanismo de la relación causal, superando así el método
inductivo. Podemos aseverar con absoluta certeza que un átomo de oxígeno se
unirá a dos átomos de hidrógeno para formar una molécula de agua cuando
entendemos que el átomo de oxígeno comparte los electrones de los átomos de
hidrógeno.
En consecuencia, además de la relación ontológica que forma
parte de nuestro conocimiento abstracto, existe la relación causal. Ésta es una
relación inteligible que no la efectuamos en nuestra mente abstracta, pero que
es comprensible por ésta. Nos llega a través de nuestra interacción con el
medio externo. La relación causal separa lo pasado de lo presente. Sin una conciencia
de su existencia no se puede tener una conciencia histórica. Fundamentalmente,
ella relaciona un hecho con su origen, es decir, un efecto con su causa.
Este tipo de conocimiento, verdaderamente empírico y
práctico, también lo efectúan los animales en una escala más simple y directa,
que es mediante el tanteo de ensayo y error, corrientemente a partir de
tendencias instintivas. A diferencia de nosotros, que ontologizamos la relación
causal, ellos la ritualizan para incorporarla a su conocimiento instintivo y
lograr sobrevivir más ventajosamente.
Los seres humanos tenemos adicionalmente la capacidad para
analizar los componentes integrantes de la relación causal de manera ontológica
y explicar la ley de su conexión, aunque no sea verdadera, como, por ejemplo,
atribuir una causa a un origen mágico o deducirla erróneamente, como cuando se
ve un gato negro cruzando una calle de derecha a izquierda, al tiempo de quien
lo ve tropieza y se daña el pié. Pero también efectuamos, en último término, la
relación ontológica cuando unimos la relación causal con su ley de conexión,
ambos comprendidos como conceptos por el intelecto. En este sentido, una idea
puede ser definida propiamente por su función. La luz ilumina.
Así, pues, las relaciones causales provienen del
funcionamiento objetivo del universo y no del funcionamiento del pensamiento
subjetivo. Dependen de leyes que son posibles de conocer si previamente
analizamos sus componentes para entender el “cómo” y el “por qué del cómo” de
aquello que los une. La verdad de una relación causal depende de que el
análisis que efectuamos de sus términos esté completo. La seguridad de que el
Sol saldrá al amanecer no proviene de una conclusión inductiva de observar el
mismo fenómeno por miles de años, sino que proviene del conocimiento del modo
de funcionamiento del sistema solar, el cual nosotros hemos llegado a conocer
tras conectar muchas causas con sus efectos a través de efectuar muchas
observaciones, elaborar cantidades de hipótesis y modelos, y realizar las respectivas
verificaciones, como que la Tierra es redonda, hasta llegar a la teoría que
explica la estructura y la fuerza del sistema solar, en que uno de sus
fenómenos es el hecho de que el Sol sale diariamente a una hora determinada
para cada día de año y para cada lugar de la superficie terrestre establecido
por sus coordenadas longitudinales.
Ley y conocimiento
El conocimiento que se obtiene cuando se responde al “cómo”
y al “por qué del cómo” de las cosas es principalmente acerca de su
constitución y desarrollo, de su estructuración y funcionamiento, en cuanto
fuerzas y estructuras, con el propósito definido de conocer la relación causal
y la ley de esta relación. De la relación causal no se pretende llegar a la ley
de manera análoga a cómo de la relación ontológica se llega a la idea por
referencia a conjuntos. El conocimiento científico consiste en penetrar en la
complejidad de lo mutable y lo múltiple para comprender la ley de la conexión,
por la que se relaciona causalmente las cosas produciendo un suceso tras otro
suceso. El conocimiento de la ley no se obtiene por inducción a través de la
acumulación de sucesos similares, ni se puede deducir de otras leyes más
generales. Por el contrario, se obtiene de la comprensión particular del
comportamiento de la materia en cada fenómeno. Necesariamente se debe penetrar
en la complejidad misma de lo múltiple y lo mutable para detectar por
observación y experimentación la conexión causal que los relaciona. En fin, se
debe analizar cuidadosamente los componentes que integran los términos de la
relación y la conexión misma: las estructuras y las fuerzas que participan.
Conociendo la ley natural de una relación causal podemos
deducir la causa al conocer un efecto. Un animal jamás puede llegar a actuar
como Sherlock Holmes. La deducción sigue el esquema de la relación lógica,
donde el conocimiento de la ley natural y la vista del efecto funcionan como
premisas de un silogismo. Si observamos que el suelo está mojado al salir de
casa por la mañana, podemos deducir que llovió durante la noche.
Si bien la ciencia intenta llegar a comprender lo que une
una causa con un efecto, en nuestra vida diaria no necesitamos conocer
precisamente lo que une ambos términos, es decir, cómo una causa se relaciona
con su efecto, sino saber únicamente que están relacionados con necesidad. Si
me suelto de la rama, caeré al suelo; y a mayor altura del suelo, el golpe será
más fuerte y doloroso. Un monito llega a saber muy bien la necesaria relación
entre ambos términos. Sin embargo, la veracidad nos dice que no basta unir una
causa con su efecto sin más; debemos asegurarnos razonablemente que tal o cual
relación sea real y no producto de la magia, la superstición o los buenos
deseos.
Sin duda que las leyes naturales más simples nos son potencialmente
más accesibles, y en la medida que la relación causal se hace más compleja, la
ley de su conexión se nos hace menos evidente. Costó mucho encontrar el origen
de la peste bubónica. No obstante, del análisis de los elementos que componen
una relación causal es posible obtener un conocimiento tan absoluto que ha
conseguido no sólo el asombroso desarrollo tecnológico que ha permitido al ser
humano llegar a la Luna, sino que también navegar hasta allá. Esa capacidad se
debió al conocimiento acabado de numerosas leyes que rigen el comportamiento de
las cosas en el universo. Tanto si el conocimiento no fuera absoluto como si
hubiera habido ignorancia de cualquiera de las leyes involucradas, la misión de
alunizaje hubiera fracasado mucho antes de despegar de la Tierra.
Las diversas relaciones causales son datos para nuestro
conocimiento y su organización constituye la base de la tecnología. Pero ello
no significa que la tecnología deba conocer las conexiones de las relaciones
causales. Muchas veces, ésta experimenta con las estructuras y las fuerzas y
llega a determinar que los términos de la relación causal están unidos
realmente, y, supuestamente, una ley que no se conoce aún existiría para esta
conexión. Llegar a determinar esta ley es una tarea que queda para la ciencia.
Luego no siempre la ciencia es precursora de la tecnología; más bien ocurre lo
contrario.
Por otra parte, los datos referidos son las unidades
discretas de la información. Consideremos que en nuestra época de ciencia,
cibernética y comunicaciones nos encontramos atosigados con datos e inundados
por caudales de información. Y aunque se intensifiquen las investigaciones para
conseguir más datos, se perfeccionen los sistemas computacionales de
procesamiento de datos y se masifiquen los sistemas de transmisión de
información, no seremos por ello más sabios. Más adelante veremos que para ser
sabios debemos sintetizar la información en escalas superiores. Muchos
antiguos, sin tantos datos e información, eran mucho más sabios que nosotros y
vivían en forma más humana. No obstante, en nuestro mundo consumista y exitista
la información no pretende sabiduría, sino eficiencia en mejorar nuestra
condición material para tener más placer y ejercer mayor poder.
Relación causal y realidad
En la realidad podemos distinguir dos tipos de relaciones
causales según a qué coordenada estén referidas. Uno de ellos es el suceso
temporal. Por éste percibimos un tránsito de un estado a otro. El agua pasa de
un estado líquido a uno gaseoso en un tiempo. El otro tipo es el que relaciona
espacialmente una cosa con otra. El agua líquida está en un recipiente y el
agua gaseosa está fuera. Pero ambos tipos de relaciones están estrechamente
ligados, pues todo acontecimiento en el universo ocurre referido al conjunto de
las cuatro coordenadas espacio-temporales. El conjunto de ambos tipos de
relaciones lo podemos denominar relación causal.
Sin embargo, podemos legítimamente separar, como lo efectúa
un historiador, el elemento temporal de una relación causal, o el elemento
espacial, como lo hace un geógrafo, y explicar los fenómenos históricos y
geográficos separadamente del acontecimiento real para poder conocerlo en los
aspectos que interesa relativamente más. En el elemento temporal la causa
siempre precede al efecto en el tiempo, en una secuencia lineal, necesaria e
irreversible; en el elemento espacial, cosas diferentes ocupan siempre lugares
distintos en forma simultánea, excepto a escala cuántica.
En segundo lugar, debemos reiterar que la relación entre el
agua líquida y el vapor del ejemplo no la efectuamos en nuestro intelecto, como
lo hacemos con una relación ontológica, en la que podemos, por ejemplo,
relacionar gato y león en el concepto felino, sino que se nos da por la
experiencia y nosotros únicamente la percibimos. Sin embargo, la percepción
pasiva no nos dice nada de la intimidad de la relación causal. Ésta se nos
manifiesta únicamente mediante la actividad intelectual y empírica que
ejercemos para comprender la ley que conecta ambos elementos de la relación.
Para ello debemos elaborar, tras la observación, una hipótesis de la manera
cómo del agua emana vapor y de las condiciones necesarias requeridas para que
el fenómeno se realice. Después debemos efectuar la comprobación experimental
correspondiente de la hipótesis sin omitir paso ni condición necesaria alguna.
Si el experimento, que deberá poder repetirse, corrobora la hipótesis, entonces
ésta queda verificada y la ley de la conexión queda descifrada. Evidentemente
no es necesario que cada persona deba experimentar cada relación causal para
conocer la ley de su conexión; basta con haberla imaginado tras habérsela
comunicado responsablemente.
El análisis de la relación causal se realiza muchas veces
sin un rumbo definido o preestablecido, puesto que el método científico es
eminentemente empírico; sus conclusiones se alcanzan tras una experimentación
de la cual no tenemos control sobre sus resultados. Es lo que resulta del
experimento, y no el intelecto el que relaciona una cosa con otra. En una primera
instancia, el intelecto sólo conoce la relación que surge del experimento. Ello
basta para aprender mediante el método del tanteo (el famoso “ensayo y error”
de los conductistas). Los animales llegan hasta este tipo de conocimiento
aprendido. Pero el conocimiento científico persigue encontrar cómo se conectan
causalmente las cosas para llegar a establecer la ley de la conexión y elaborar
teorías explicativas del universo y sus cosas. En este proceso científico se
deben determinar, reconocer, medir, cotejar, verificar, etc., los mecanismos y
los estados del proceso, para llegar a encontrar las relaciones causales del
fenómeno en cuestión.
El conocimiento científico de la relación causal no se
obtiene aplicando un procedimiento inductivo de inferencia de datos que hemos
recogido con anterioridad. El conocimiento de la relación causal parte
inventando una hipótesis, a modo de intento para dar respuesta al por qué
cuando en un mecanismo o proceso se da una condición de cierto tipo también se
da una condición de cierto otro tipo. Luego, una hipótesis es una respuesta
provisoria respecto a cuáles son los términos de una relación causal. Por
ejemplo, cuando aplico calor al agua, se calienta hasta bullir. Una hipótesis
sirve de guía a la investigación científica en cuanto a definir qué hechos le
serían significativos. Es una proposición relevante en cuanto explicación de
una relación causal cuando está abierta a una verificación experimental. Sólo
por medio de la verificación empírica, una hipótesis puede ser confirmada y
apoyada, aunque no necesariamente aprobada de modo concluyente. La verificación
posee un carácter condicional; nos dice bajo qué condiciones de verificación se
producirá un resultado determinado. La cantidad, variedad y precisión de los
datos determinan la credibilidad y aceptabilidad científica de una hipótesis.
Podremos enterarnos que la temperatura precisa de ebullición dependerá de la
presión, de la solución, etc.
Para la ciencia no basta conocer el fenómeno, esto es, la
pura relación causal, sino aquello que hace que la relación sea necesariamente
causal. Aquello que conecta con necesidad y universalidad las partes de la
relación causal es precisamente la ley natural. Toda explicación científica
descansa en leyes naturales. Si la hipótesis se interesa por los términos de
una relación causal, la ley es la respuesta a cuál es el nexo de una relación
causal. Por ejemplo, la ley consigue establecer que el agua llega a bullir a
causa de aplicar calor o de disminuir la presión atmosférica. Las leyes son
enunciados que afirman la existencia de una conexión uniforme para diferentes
relaciones causales. Una ley indica que donde y cuando se da una condición de
cierto tipo, siempre y sin excepción se da una condición determinada de cierto
otro tipo, pues las leyes naturales son universales. Está implícito el hecho de
que una relación causal, surgida de un acontecimiento particular, pertenece a y
es explicable por una ley universal que se puede aplicar a todos los casos que
ocurran bajo las mismas condiciones.
El conocimiento de una ley corresponde a un esfuerzo
sintético, en una escala superior, de considerar determinadas hipótesis que
explican relaciones causales. De ahí que mediante el conocimiento de una ley se
pueda inferir con absoluta certeza uno de los términos del acontecimiento
causal cuando se conoce el otro. Si el análisis se refiere a separar las
unidades discretas de una estructura funcional para estudiarlas por separado y
determinar sus funcionalidades, la síntesis es ese proceso mental por el cual
entendemos las relaciones existentes entre un número de cosas en tanto unidades
discretas de una estructura.
Un conjunto de leyes puede llegar a estructurarse en una
teoría que explique el comportamiento de sistemas, los cuales contienen un
número de fenómenos y relaciones causales distintas. Las teorías intentan
explicar las regularidades que se dan en los sistemas. Interpretan un conjunto
de fenómenos como manifestaciones de estructuras y fuerzas determinadas según
las leyes que se presume que los regulan. Luego, una teoría caracteriza un
conjunto de fuerzas y estructuras indicando la funcionalidad específica. Una
teoría puede llegar a explicar lo que observa y experimenta mediante supuestos
teóricos que no pueden ser observados ni medidos directamente. Para ello se
recurre a modelos.
Una teoría es un sistema cognoscitivo-comprensivo de
estructura lógica-especulativa en un cierto ámbito de la realidad cuyos
argumentos o proposiciones no son datos –como sostuvo Karl Popper (1902-1994)–,
sino que leyes naturales formuladas e hipótesis, cuyo objeto es confeccionar un
modelo científico coherente y consistente que explique, interprete, unifique,
profundice un conjunto amplio, no tanto de hechos, sino que de relaciones
causales observadas, experimentadas y hasta medidas. De este modo, una teoría
sirve para distintos propósitos: 1º explicar el conjunto de datos,
observaciones, experimentos y experiencias relacionados con dicho ámbito de la
realidad; 2º ampliar, corregir y/o sustituir otras teorías de otros ámbitos; 3º
hacer predicciones sobre hechos aún no observados ni verificados. La certeza de
una teoría está en relación directa a la cantidad de leyes científicas
empíricamente demostradas, y en relación inversa a las hipótesis que contenga.
Tanto las hipótesis como las teorías científicas no se
derivan de los hechos observados, sino que se inventan o se proponen
precisamente para dar cuenta de ellos. El traslado de los datos empíricos a la
teoría no lo consigue un proceso mecánico lógico, ya sea inductivo o deductivo.
La deducción no proporciona un procedimiento mecánico para señalar un camino,
indicando una determinada proposición científica como una conclusión derivada
de premisas. Las reglas de deducción sólo sirven como criterios de validez de
las argumentaciones que se ofrecen como pruebas. Tampoco existen reglas de
inducción que se puedan aplicar y que sirvan para derivar o inferir
mecánicamente hipótesis o teorías a partir de datos empíricos. Una proposición
hipotética o teórica es un intento de una inteligencia creativa para explicar
una relación causal o para interpretar un conjunto de fenómenos. La objetividad
científica de una hipótesis o una teoría se consigue únicamente a través de la
verificación experimental. Una hipótesis o una teoría pueden ser incorporadas
al cuerpo del conocimiento científico aceptado si resiste la revisión crítica
de la comprobación mediante una cuidadosa observación y experimentación y
también mediante el entendimiento del funcionamiento de las relaciones
causales.
La ciencia no sólo estudia las relaciones causales para
llegar a la ley de su conexión. Sobre todo, se interesa por los sistemas. Éstos
son el conjunto de relaciones causales que operan en un ámbito dado. El ejemplo
del agua que hierve es un verdadero sistema si se considera desde la tasa de
combustión del combustible que produce llama, su oxidación, su poder
calorífico, la temperatura que alcanza la llama, su eficiencia en calentar
agua, la presión atmosférica, la temperatura ambiente, etc.
La relación causal es diferente de la relación ontológica en
cuanto que sus términos están unidos por verbos transitivos, los cuales siempre
están referidos a la acción de fuerzas. En cambio, los términos de la segunda
están unidos por la cópula de identidad del verbo ser. En el primer caso, el
conocimiento es acerca del cambio; en el segundo caso, de la esencia. Sin
embargo, la relación causal misma puede llegar a estructurarse como concepto o
proposición abstracta y constituir una relación ontológica, como se analizará
un poco más adelante. De ahí que la esencia de algo puede no sólo incluir lo
mutable y lo múltiple, sino también su origen o su función.
En la relación causal la cosa se define por su función. Ello
es posible porque tanto lo múltiple como lo mutable son cuantificables. Lo
múltiple está, por definición, referido a la cantidad, objeto de la relación
ontológica. En cambio, lo mutable, que está referido al tiempo y al espacio,
debe cuantificarse para hacerse inteligible ontológicamente; y también tanto el
espacio como el tiempo son cuantificables. De este modo, lo mutable es también
objeto de la relación ontológica. Esta comprensión del relacionar ambas
relaciones es fundamental para trascender la filosofía del ser y llegar a la
filosofía de la complementariedad de la estructura y la fuerza, que se explica
en mi libro La clave del universo (http://unihum3.blogspot.com).
La conclusión que se impone es de gran importancia para la
epistemología: “la relación causal se hace ontológica con el conocimiento de la
ley de su conexión”. Por ejemplo, la relación causal “el agua bulle a los 100°
C a nivel del mar” puede transformarse en la relación ontológica “la
temperatura de ebullición del agua a nivel del mar es de 100° C”. “El viento
mueve la hoja” se transforma en “el movimiento de la hoja es efecto del
viento”. La definición de un concepto por medio de otro, que es en lo que
consiste la relación ontológica, puede generarse transformando la definición
desde algo funcional a algo ontológico.
La posibilidad natural de incluir la relación causal en la
ontológica es epistemológicamente importante, pues permite afirmar la
correspondencia entre un ente y la realidad, y asentar la objetividad de
nuestro conocimiento. Esta adquiere mayor certeza cuando a la relación causal
se aplica el método científico. En el proceso de la correlación entre ambos
tipos de relaciones epistemológicas se puede llegar a alcanzar niveles teóricos
y abstractos muy profundos y complejos. También la posibilidad de incluir la
relación causal en la ontológica es importante para la lógica, pues las
proposiciones lógicas que participan en las premisas son verdaderas relaciones
ontológicas. De este modo, si una de ellas es una relación causal con valor de ley
natural, se puede obtener una conclusión con valor trascendental.
CAPITULO 5. LA RELACION LOGICA
El pensamiento
abstracto de las relaciones ontológica y causal quedaría incompleto sin el
procesamiento lógico del pensamiento racional. El intelecto humano tiene la
capacidad racional para relacionar las representaciones abstractas —las ideas—,
en estructuras lógicas. Para ello ordena las relaciones ontológicas y causales
en proposiciones lógicas según la cantidad. La relación lógica pertenece a la razón,
su parámetro es el orden lógico, está referida a los juicios y conduce a un
conocimiento ulterior, no implícito en sus premisas. El ordenamiento lógico
también puede ser efectuado por una computadora, pues este ordenamiento no es
de ideas, sino de símbolos. La sabiduría es el resultado de formular juicios y
proposiciones relevantes y que son sometidas al ordenamiento lógico.
Concepto y símbolo
El hecho de que los seres humanos podamos razonar de manera
lógica se debe a que nuestro cerebro ha evolucionado para responder justamente
al modo de funcionamiento del universo. La razón humana es la llave que abre la
realidad al conocimiento, y no es, como supuso Platón, la llave de la idea. La
evolución biológica, que ha resultado ser un mecanismo muy eficiente para la
estructuración de seres biológicos muy funcionales para adaptarse a su medio,
también ha estado tras la estructuración del cerebro, máxima adaptación
orgánica para responder eficientemente al medio externo. Si el funcionamiento
del universo tuviera una lógica distinta a la de nuestro pensamiento racional,
ya hubiéramos perecido como especie o habríamos adaptado nuestro cerebro a
dicha lógica.
Los seres humanos tenemos la capacidad para relacionar
lógicamente las relaciones ontológicas y las relaciones causales ontologizadas
y deducir verdades que no estaban contenidas en estas relaciones. Las
relaciones ontológicas del pensamiento abstracto, que formalmente se
estructuran como proposiciones compuestas por un sujeto y un predicado unidos
por una cópula, podemos organizarlas tanto por inducción como por deducción
para generar un tipo de conocimiento nuevo, expresado en la conclusión lógica.
Este tipo de conocimiento lo denominaremos relación lógica y pertenece al
pensamiento lógico o racional para distinguirlo del pensamiento abstracto. El
pensamiento racional es naturalmente posterior al pensamiento abstracto, pues
requiere ya de la existencia de relaciones ontológicas para poder procesarlas
racionalmente.
El compromiso que resulta de relacionar dos proposiciones
contrarias, que es la dialéctica ideada por Fichte y utilizada por G. W. F.
Hegel (1770-1831), no obtiene como conclusión una proposición válida, pues la
síntesis no elimina necesariamente la contradicción. Por otra parte, la pretensión
de llegar a una conclusión significativa al considerar holísticamente un número
de argumentos disímiles, considerando que el todo es mayor que sus componentes,
tampoco obtiene necesariamente una proposición válida si acaso no se la eleva a
una escala superior.
La lógica se preocupa de que las relaciones de proposiciones
se hagan de manera correcta, es decir, coherente. No se preocupa de la
veracidad o falsedad de las proposiciones en sí, es decir, de su consistencia,
pues la veracidad o falsedad son cualidades de las proposiciones en cuanto
relaciones ontológicas. La validez de un argumento no garantiza la veracidad de
la conclusión. Luego, para que una conclusión sea verdadera se requiere que sus
premisas sean verdaderas. Incluso la lógica no se ocupa del proceso de
inferencia, sino de las proposiciones que existen al comienzo y al final y de
la relación entre ambas.
La lógica no trata con percepciones, imágenes ni conceptos,
sino únicamente con proposiciones compuestas de conceptos que se relacionan entre
sí como sujeto y predicado. Incluso la lógica simbólica, fundada por George
Boole (1815-1864), reemplaza estos conceptos y proposiciones por enunciados
puramente simbólicos. Un concepto puede ser simbolizado y el símbolo puede ser
manejado de manera lógica, desvinculado completamente de su significado, esto
es, de su relación con el concepto. Las matemáticas, que utiliza los números
para simbolizar la cantidad, dependen de la lógica. Así como es propio de la
inteligencia abstracta estructurar conceptos a partir de imágenes o de ideas
más concretas y particulares, la inteligencia racional o lógica puede
simbolizar los conceptos.
El cerebro humano tiene la capacidad para transformar las
representaciones abstractas en símbolos y estructurarlos en relaciones lógicas
para procesarlos. En cambio, la inteligencia artificial, desarrollada por la
moderna tecnología cibernética, aunque tiene una extraordinaria capacidad para
relacionar lógicamente este tipo de unidades, sin duda a enorme velocidad, no
puede simbolizar sus unidades representativas de la realidad. Ésta es una
operación que sólo un cerebro humano es capaz de efectuar, y ello lo ejecuta
ciertamente fuera de la máquina. Sólo el intelecto humano puede otorgar un
símbolo convencional significativo y válido a un concepto o término ontológico.
La explicación es que si bien se trata de una simple vinculación de un símbolo
con un concepto, como en el caso del lenguaje, el concepto se refiere a una
esencia que en un sujeto humano constituye una compleja estructura psíquica.
Cuando los fabricantes de inteligencias artificiales lleguen a comprender cómo
es esta estructura-función psíquica, podrán, tal vez algún día, imitar la
inteligencia humana.
Sin embargo, nuestro cerebro se diferencia de una
computadora en algo que es todavía más decisivo. El pensamiento racional de la
relación lógica y el pensamiento abstracto de la relación ontológica son un
solo pensamiento con dos estados que se afectan mutua y continuamente. En el
ser humano, el pensamiento racional no se identifica meramente con el
pensamiento lógico, pues está íntimamente vinculado con el pensamiento
abstracto. Los contenidos del pensamiento lógico son continuamente modificados
por la actividad del pensamiento abstracto y las conclusiones lógicas son
constantemente incorporadas al pensamiento abstracto. La diversidad de
pensamientos es unificada por la conciencia personal.
Aquello que nos caracteriza como seres humanos es, no
obstante, la capacidad para formular problemas. La resolución de un problema
está en su planteamiento. Si no tenemos conciencia de la existencia de
problemas, tal vez viviríamos contentos, pero de manera alguna seríamos sabios.
Un animal actúa sólo reaccionando ante un estímulo, y su comportamiento es
instintivo, predecible, determinado. Según observó Wolfgang Köhler (887-1967),
de la escuela de la Gestalt, un animal discierne y encuentra soluciones a
problemas que se le presentan. En cambio, la sabiduría humana proviene de no
sólo observar una dificultad, sino que de concebirla, imaginarla, preverla. En
su mente un ser humano plantea el problema y, al hacerlo, se encamina a una
solución. Esta capacidad de plantear y formular es la emisión de juicios,
proposiciones e hipótesis. Para llegar a una solución, deberá relacionarlos racionalmente,
verificarlos empíricamente o, simplemente, como los demás animales, recurrir al
método del ensayo y error. Una mayor comprensión de las cosas, la obtiene
formulando proposiciones aún más complejas y relacionándolas entre sí
lógicamente.
He aquí, pues, lo que caracteriza a la inteligencia humana y
que los constructores de inteligencia artificial pareciera que no lograran
comprender. Para producir una inteligencia que se asemeje a la humana se deben
salvar tres grandes obstáculos: 1º la creación de un pensamiento abstracto, con
sus características donde un concepto no se comprende ni existe por sí mismo,
sino que siempre está referido a otras cosas o entes tras pasar por sucesivas
escalas de análisis y síntesis del proceso de abstracción; 2º el acoplamiento
intercausal con el pensamiento racional, o procesador lógico, y,
principalmente, 3º la capacidad para formular juicios y proposiciones, no sólo
relevantes, sino que verdaderas, las que se constituirán en las premisas de
relaciones lógicas, a partir de relaciones causales y ontológicas.
Tras esta comparación entre inteligencia artificial e
inteligencia humana, que sirvió para establecer la relación entre el
pensamiento abstracto y el pensamiento racional, podremos proseguir nuestro
análisis del segundo y de su producto, que es la relación lógica.
Lógica formal
En la lógica clásica se distinguen concepto, juicio o
proposición y raciocinio. Las relaciones ontológicas son propiamente los
conceptos. Éstos son la unidad fundamental que corresponde a la esencia. El
juicio o proposición es la unión de dos conceptos, como sujeto y predicado, por
una cópula. Puede ser tanto una relación ontológica o una relación causal
ontologizada. Constituye premisas y conclusión cuando, en su calidad de
unidades discretas de la estructura lógica, son operados por la mecánica lógica
o raciocinio. La lógica es la relación mecánica entre premisas para obtener
otra proposición, llamada conclusión, que es nueva. La conclusión lógica es un
conocimiento válido que no proviene directamente de nuestra experiencia.
Para asegurar la validez del raciocinio las proposiciones se
rigen por tres principios de la lógica, los que fueron establecidos por
Aristóteles (384 a. C. -322 a. C.). Estos principios se presuponen en todo pensamiento
y discurso humano. Además pueden ser usados como reglas de inferencia en la
deducción lógica de proposiciones. Ellos son:
1. El principio de identidad: todo A es A.
2. El principio de no contradicción: nada puede ser A y no
A.
3. El principio del tercero excluido: todo es A o no A.
Posteriormente, G. W. Leibniz (1646-1716) propuso un cuarto
principio, el de razón suficiente, que pertenece más a la metafísica que a la
lógica formal.
Estos principios son fundamentales, porque si no fueran verdaderos,
ninguna otra verdad podría ser pensada o formulada. Tienen que ver con todas
las cosas, relaciones y atributos en el universo. De ellos se puede deducir
además que si una proposición es verdadera, entonces es verdadera; ninguna
proposición es tanto verdadera como no verdadera, y toda proposición es o
verdadera o no verdadera.
La relación lógica pura es un proceso mecánico-inteligente
mediante el cual, a partir de premisas, podemos obtener, más allá de lo que
abstraemos o relacionamos ontológicamente, un conocimiento necesario aunque no
necesariamente cierto, pues su certeza depende de la verdad de sus premisas. La
lógica tiene que ver con la clasificación de los argumentos, no entre
verdaderos o falsos, sino que entre correctos o incorrectos. Los términos
válido e inválido se usan en lugar de correcto e incorrecto para caracterizar
argumentos deductores. Este proceso es evidente por sí mismo, puesto que
refleja la naturaleza tanto mutable como cuantificable del universo. Por ello
se puede aplicar a todas las cosas y a sus propiedades. Por ejemplo, si A es B
y todo B es C, entonces A es C; o también, si A > B y B > C, entonces A
> C.
Según Bertrand Russell (1872-1970), la forma general de
inferencia puede ser expresada como sigue: “Si una cosa tiene cierta propiedad
y cualquier cosa que tiene esta propiedad tiene otra propiedad, entonces la
cosa en cuestión también tiene esa otra propiedad.” Agregaría que este
postulado es válido siempre que “cualquier” se entienda como “toda”.
El silogismo es una forma de raciocinio deductivo de la
lógica clásica. Se compone de una premisa mayor, que es la que contiene el
predicado de la conclusión, de una premisa menor, que es la que contiene el
sujeto de la conclusión, y de la referida conclusión. Tanto las premisas como
la conclusión son proposiciones. El ejemplo clásico de silogismo es el
siguiente:
Sócrates es un hombre
Todos los hombres son mortales
Sócrates es mortal
Todos los hombres son mortales
Sócrates es mortal
En este caso, la premisa mayor, que es aquella que contiene
el predicado de la conclusión, “todos los hombres son mortales” es una relación
causal. Y la premisa menor, que contiene el sujeto de la conclusión, “Sócrates
es un hombre”, es una relación ontológica.
Tanto las premisas como la conclusión de la lógica se
encuentran en la misma escala. En cambio, la dialéctica hegeliana pretende
alcanzar la verdad mediante la síntesis de contrarios, como si fueran premisas
de una escala que producen una conclusión que las contiene en una escala
superior.
Deducción e inducción
En la lógica se distingue la deducción y la inducción. En un
argumento deductivo la conclusión debe seguir lógicamente de las premisas. Si
las premisas del argumento son verdaderas, la conclusión debe ser verdadera. En
la inducción, en cambio, las premisas proveen evidencia para la conclusión,
pero no completa. Por más que las premisas sean verdaderas, no proveen certeza
en la conclusión, sino sólo probabilidad. Veremos primero la lógica deductiva.
El conocimiento de proposiciones particulares a partir de
proposiciones generales utiliza el método deductivo. A la inversa, las
proposiciones más generales se pueden inferir de las proposiciones más
particulares mediante el método inductivo. El primer método fue propuesto por
Aristóteles en su Organon. Casi dos
mil años después, en 1620, Francis Bacon (1561-1626) publicó su New Organon, el cual contenía el segundo
método de raciocinio. En ambos las proposiciones se dividen en premisas y
conclusiones, de modo que en toda argumentación una conclusión se obtiene a
partir de premisas. El camino de la filosofía es especialmente deductivo. Aquél
de la ciencia es inductivo cuando trata con hechos y medidas, pero al entrar al
terreno de los conceptos y proposiciones, aplica el razonamiento deductivo.
John Stuart Mill (1806-1873) ha sido llamado el padre de la
lógica inductiva. En su A System of
Logic, Rationative and Inductive, 1843, estableció las siguientes reglas
para la técnica de la investigación cietífica: 1. Método de conveniencia: Si
dos o más casos, en los que tiene lugar un fenómeno, tienen una única
circunstancia común, ésta es causa o efecto de aquel fenómeno. 2. Método de
distinción: Si dos casos contienen un fenómeno W siempre que se da la
circunstancia A, y no lo contienen si A falta, W depende de A. 3. Método
combinado de conveniencia y distinción: Si varios casos, en que está presente
A, contienen un fenómeno W, y en otros casos, en que no está presente A, no
contienen W. A es condición de W. 4. Método de los residuos: Si W depende de A
= AK AL AM mediante la comprobación de las dependencias de AK y AL queda
también averiguado en qué grado depende W de AM. 5. Método de las mutaciones
paralelas: Si un fenómeno W cambia siempre que cambia otro fenómeno U, de modo
que todo aumento o disminución de U va acompañado de un aumento o disminución
de W, W depende de U.
Desde el punto de vista del conocimiento interesa que sea
verdadero, esto es, que las conclusiones que se obtengan correspondan a la
realidad objetiva. A este respecto, ambos métodos presentan sus propias
insuficiencias. Tal como indicó David Hume (1711-1776), en su Investigación sobre el entendimiento humano,
el método inductivo no garantiza la certeza absoluta de la conclusión. A pesar
de la verdad que puedan contener las premisas y de la cantidad considerada, no
cubren necesariamente la mayor cantidad de la conclusión si pretende la certeza
con valor universal y necesario, pues siempre queda la posibilidad, aunque a
veces remota, de que no se haya incluido una premisa distinta que contradiga la
conclusión obtenida. Por ello, el método inductivo consigue tan sólo un mayor o
menor grado de probabilidad de certeza. De ahí que, en principio, toda
conclusión científica que se infiera inductivamente sólo sea cierta
provisionalmente.
Sin embargo, una conclusión científica adquiere certeza
absoluta cuando se llega a comprender exactamente el “por qué del cómo es” de
la relación causal, pues la certeza absoluta de una conclusión científica no
reside, en último término, en el mayor número finito de casos considerados,
sino específicamente en la complejidad inherente a toda relación causal. Basta
que, por desconocimiento, un paso de la relación sea omitido para que se haga
inaplicable a todos los fenómenos semejantes que requieran dicho paso para ser
incluidos en la conclusión. “El agua bulle a los 100° C”. Esta conclusión es
absolutamente cierta si se añade, entre otros factores, que, a esa temperatura,
aquélla bulle, siempre que esté sometida a la presión de 1 atmósfera, que sea
agua pura, que exista una fuente de calor, etc. Luego, una conclusión
científica puede obtener certeza absoluta si se considera la total complejidad
de la relación causal, más que la cantidad de fenómenos similares que puedan
inferirse inductivamente. Estos últimos son relevantes en cuanto sirven, más bien,
para conocer la indeterminada complejidad de la relación causal, la cual, como
hemos señalado anteriormente, se engloba en la probabilidad.
En contra de Karl Popper (1904-1994), quien sostuvo que el
conocimiento científico no puede justificarse positivamente de modo alguno, se
puede señalar que la base de la certeza del conocimiento científico no se
encuentra en el método lógico empleado, sino en nuestra capacidad cognoscitiva
para comprender la relación causal. Debe pensarse que el tipo de criterio empleado
por Popper proviene de ciertos prejuicios anteriores. Así, Kant nos quitó el
conocimiento de la “cosa en sí” y nos dejó únicamente la lógica. De este modo,
la solución está en la evidente restitución de la posibilidad de conocer la
cosa en sí para que la certeza de nuestro conocimiento no dependa
exclusivamente de la lógica.
El método deductivo, por su parte, aunque puede garantizar
la validez de la conclusión a partir de premisas más generales si se siguen los
principios del correcto razonamiento lógico, no puede asegurar que las
proposiciones generales de las que parte sean verdaderas, a no ser que sean
leyes naturales. Este es un punto decisivo para resolver la validez de una
metafísica que deba asegurar que sus proposiciones más generales sean no sólo
verdaderas, sino que la verdad de éstas posea valor necesario.
La filosofía tradicional nunca ha podido demostrar que las
proposiciones más universales sean absolutamente necesarias y, por tanto,
verdaderas, puesto que para llegar a una proposición universal ha recurrido a
principios puramente a priori por
desconfiar en las posibilidades del conocimiento empírico. La ciencia, en
cambio, puede llegar a principios necesarios a partir de los fenómenos
naturales que estudia, siempre que llegue a la misma ley natural que explica el
fenómeno y que le da un valor universal, esto es, con validez para todo el
universo. El supuesto para afirmar que la naturaleza del universo provee los
principios necesarios o proposiciones sintéticas es precisamente la unidad del
universo. En cambio, las teorías del conocimiento basadas en la dualidad
forma-materia parten justamente de dicho error. En el caso del ejemplo de
silogismo, la conclusión “Sócrates es mortal” es verdadera siempre que la
premisa “todos los hombres son mortales” corresponda a una ley natural.
El conocimiento lógico se deriva de la organización lógica
que efectuamos al relacionar una proposición, o relación ontológica, particular
con una o más proposiciones más genéricas, y obtener una proposición nueva no
incluida en las anteriores, o relacionar un conjunto de proposiciones
particulares para llegar a una proposición nueva más general. El movimiento de
la lógica se desarrolla dentro de una misma escala, pues las proposiciones que
compara deben ser equivalentes. A diferencia de la relación ontológica que por
medio de la unión y la intersección salta de escalas, tanto las premisas como
la conclusión pertenecen a la misma escala. En la relación lógica el tránsito a
lo largo del eje deductivo-inductivo tiene doble sentido: existe la posibilidad
tanto de partir desde lo particular hacia lo general como de hacer el camino
inverso.
El mundo de la lógica
Las matemáticas son un caso especial de la lógica.
Pertenecen a una estructura lógica cuyas unidades discretas son los números.
Estos son símbolos que no son representaciones abstractas de las cosas, como
las ideas, sino que representan un atributo abstraído de las cosas, que es la
cantidad. El número simboliza la cantidad, y la cantidad es un atributo que poseen
todas las cosas, ya sean estructuras o fuerzas. Incluso el espacio y el tiempo
son cuantificables. Y ciertamente, todo es cuantificable porque es múltiple.
Todo está compuesto de partes, forma parte de todos y coexiste con otros
similares. La cantidad es abstraída de la multiplicidad natural de las cosas y
es simbolizada desprovista de otros atributos.
La operación de abstraer la cantidad de las cosas no
requiere la funcionalidad del pensamiento abstracto, puesto que la inteligencia
de animales superiores (chimpancés, delfines) puede efectuarla. Pero la
inteligencia humana puede desentrañar las leyes que operan en la naturaleza y
hallar sus conexiones cuando la observa, deduciendo las relaciones causales y
encontrando su constancia. La naturaleza no es errática, aunque en ella
intervenga el azar y el indeterminismo. Ella se rige por leyes naturales
inviolables donde cualquier alteración, como el milagro, no tiene cabida. La
razón es una función de la inteligencia humana que surgió en el curso de la evolución
justamente para comprender cómo opera la naturaleza. Fue una ventaja adaptativa
que ha permitido al ser humano dominar la naturaleza.
Siendo las matemáticas la lógica de los números, por esta
misma razón puede desligarse de lo inmediato, crear símbolos y operar
lógicamente en ejercicios de matemáticas puras, llegando a generar realidades,
como números primos, números irracionales y series numéricas. En consecuencia,
las matemáticas no sólo se rigen por la lógica, sino que también describen la naturaleza,
que es lo que los científicos de hecho hacen cuando recurren a las matemáticas.
Ellas no sólo miden el espacio y el tiempo, también miden las relaciones entre
las cosas y las fuerzas que intervienen en los procesos naturales.
Además de trabajar con sus dimensiones, las matemáticas son
imprescindibles para relacionar entre sí realidades como movimiento, distancia,
cambio, superficie, velocidad, volumen, aceleración, fuerza, presión, peso,
tiempo, densidad, energía, caudal, calor, y otra cantidad de conceptos que
describen el universo y sus cosas. La naturaleza es descrita por la relación
entre dos o más de estos conceptos medibles y cuantificables. Por ejemplo, en
el campo de la física, una superficie es un plano que considera dos dimensiones
espaciales. El tiempo es la medida de la acción en una relación causal. La
velocidad es el espacio que recorre una cosa en un tiempo. El caudal es el
desplazamiento de un fluido a través de una sección en un tiempo. La presión es
el peso que ejerce una cosa sobre una superficie. Una fuerza es el producto de
un caudal y una presión, y así sucesivamente. Lo mismo es válido para otros
campos y sus conceptos de la ciencia.
En un comienzo del desarrollo ontogenético el esfuerzo de
abstracción del individuo es sólo parcial, y el número no puede ser separado de
representaciones, como dedos o granos, y, por tanto, es difícil de someterlo a
los procesos lógicos de las matemáticas. Sumar o restar dedos es fácil, es cosa
de agregar o quitar dedos. Más difícil es extraer la raíz cuadrada de una mano.
Posteriormente, con la mayor capacidad de abstracción que induce la cultura y
que es posibilitada por el mayor desarrollo intelectual del individuo, las
cantidades son separadas de toda representación, pero para emplearlas son simbolizadas
por los números.
Los números se relacionan en la estructura matemática de
manera lógica. Por ejemplo, 2 + 2 = 4, esto es, si 2 = 1 + 1, y 4 = 1 + 1 + 1 +
1, entonces 4 = 2 + 2. La importancia práctica de las matemáticas es que sus
resultados lógicos son aplicables a la realidad en una especie de retorno hacia
ella tras una permanencia como símbolos abstractos. Al ser relacionados
lógicamente, los números, que pueden simbolizar cosas diversas de la realidad,
producen nuevo conocimiento que no está implícito en los antecedentes. Además,
las matemáticas proveen especial exactitud a sus conclusiones o resultados, lo
que permite a la ciencia, que hace uso de ellas con profusión, un grado muy
grande de certeza.
La lógica no sólo se aplica a las cantidades, siendo las
matemáticas un caso específico. Principalmente, la lógica nos es útil porque la
empleamos permanentemente en las relaciones causales: el agua enfría los
cuerpos calientes; un motor se calienta al funcionar; un motor se puede enfriar
si se le aplica agua. Ocurre que el universo transcurre a través de una
infinidad de relaciones causales, siendo nosotros mismos inicios y términos de
relaciones causales que se verifican allí. Usualmente, nosotros y los animales
superiores interactuamos con el universo a través de la experimentación del
mecanismo ensayo-error. También nuestra inteligencia humana, mediante la
relación lógica, puede, a partir de premisas de relaciones causales conocidas,
deducir el resultado cierto o probable de una acción, ya sea nuestra o ajena.
Gracias a la relación lógica, podemos planificar y proyectarnos hacia el
futuro.
La analogía, que es una relación de relaciones paralelas
ontológicas o lógicas, es una manera corriente de pensamiento y comunicación y
confiere mayor fuerza y un significado más emotivo o poético a lo que se
expresa. La analogía hace uso de la lógica en dos escalas distintas, a modo de
un pantógrafo. Pero su conclusión no tiene certeza, sino que es meramente
descriptiva. Su equivalencia no está en la misma escala, sino que es
proporcional.
Si de la relación lógica de proposiciones se obtiene nuevo
conocimiento, de la relación analógica se obtienen descripciones y perspectivas
indirectas de la realidad. La relación analógica se produce por la asociación
de dos proposiciones equivalentes y proporcionales, pero de escalas distintas.
Su estructura formal utiliza la conjunción “como” para unir dos proposiciones o
relaciones ontológicas de distintas escalas. No puede someterse a la lógica,
pero es una relación perfectamente legítima para describir las cosas que no
podemos entender de otra manera. Un ejemplo de analogía, que Ernest Rutherford
(1871-1937) utilizó, es "el electrón gira en torno al núcleo atómico como
la Luna gira en torno a la Tierra" (descripción que fue posteriormente
desvirtuada). La metáfora, en cambio, se produce por la asociación de dos
términos que no están relacionados ontológicamente, pero que al hacerlos
equivalentes se tornan significativos. En su estructura formal los términos de
la relación son unidos por el adverbio “como”, como en los ejemplos:
"dientes como perlas", "atrevido como león".
Tanto la metáfora como la analogía no la efectúan
normalmente la parte verbal-lógica de nuestro cerebro, sino más bien su
hemisferio derecho, de funciones más propiamente espacio-intuitivas, pues estas
relaciones no siguen mecánicamente los procesos verbales y lógicos, sino que
son síntesis de dos relaciones ontológicas. Por lo mismo, no se le puede pedir
a un poeta que nos dicte una lección científica o filosófica.
Para completar este resumido análisis de las proposiciones,
es conveniente establecer que las proposiciones que contienen algún contenido
valórico se denominan juicios de valor. Entre éstos, podemos distinguir los
juicios morales, que se refieren a las categorías de lo bueno y lo malo; los
juicios éticos, que se refieren a las categorías de lo conveniente y lo
inconveniente; los juicios estéticos, que se refieren a las categorías de lo
bello y lo feo; los juicios legales, que se refieren a las categorías de lo
inocente y lo culpable; los juicios jurídicos, que se refieren a las categorías
de lo justo y lo injusto; etc. El valor inherente a estos juicios les confiere
un grado de subjetividad que los margina de las relaciones ontológicas objetivas.
Así, pues, los únicos juicios objetivos son aquéllos que se refieren a las
categorías de lo verdadero y lo falso.
CAPÍTULO 6. LA RELACIÓN METAFÍSICA
La metafísica es la
máxima conceptualización de la realidad y trata de la obtención de lo
trascendental respecto al universo y sus cosas. Es posible llegar a un
conocimiento unificado y necesario del universo a partir del conocimiento
científico llevado a una escala superior de abstracción. Desde los albores de
la filosofía, en Grecia, los filósofos se han propuesto encontrar aquello que
unifica y da sentido racional a la diversidad y al cambio que se experimenta
cuando se observa la realidad. Podemos conocer íntimamente la realidad cuando
al conocer sus relaciones causales llegamos a establecer que las cosas son
funcionales porque ejercen fuerza. La unidad del universo se encuentra en
último término en la idea de la complementariedad de la fuerza y la estructura.
La metafísica
La metafísica se erige sobre el conocimiento de una realidad
de relaciones causales y de multiplicidad de objetos según el pensamiento que
se elabora de acuerdo a las relaciones ontológicas más abstractas y, desde
luego, a relaciones lógicas rigurosas. En primer lugar, las relaciones causales
que universalizamos en relaciones ontológicas necesitan un contexto teórico
para ser englobadas dentro de categorías conceptuales y, por tanto, abstractas.
Para llegar a una verdadera comprensión de la realidad, no basta obtener una
sumatoria de hechos observados y/o experimentados de modo inductivo, de los que
incluso derivamos leyes universales. Preguntas como ¿qué es la vida?, ¿qué es
el universo? y, en último término, ¿qué es el ser? pueden hacerse, no como
producto solo del conocimiento objetivo de relaciones causales, sino que
dependen de un contexto teórico y abstracto, pero no del modo apriorístico
kantiano, sino que objetivo y a
posteriori.
Para ser verdadero este contexto debe ser crítico, es decir,
debe responder plenamente a la realidad. Por ejemplo, la cosmología contemporánea
o, mejor dicho, la mayoría de los cosmólogos de hoy día dependen del contexto
teórico expresado por la teoría general de la relatividad de Einstein. Sin
embargo, al hacerlo ellos deben aceptar sin crítica alguna lo que esta teoría
afirma respecto a la naturaleza del continuum
espacio-temporal einsteniano como preexistente a las cosas del universo. Si se
contradijera la concepción acerca de dicha naturaleza, entonces toda esta
cosmología resultaría errónea.
Del mismo modo que la relación causal, la relación lógica
requiere de un marco teórico como contexto para una mayor certeza. En la
argumentación lógica las mismas premisas arrojarán siempre la misma conclusión.
Cómo lo demuestran las computadoras, la lógica obedece a un orden mecánico. Sin
embargo, una conclusión lógica no es inalterable si las premisas son
modificadas. Un sano pensamiento humano abstracto está ejerciendo continuamente
una crítica sobre las premisas. Éstas son juicios que hacemos sobre la realidad
que experimentamos. Necesitamos que los juicios sean verdaderos, es decir, que
se adecuen a la realidad. La sabiduría surge al reintroducir nuevas relaciones
propositivas, argumentos y puntos de vista, apelando a aún mayor abstracción.
Combinando los dos mecanismos epistemológicos primarios –la
relación ontológica y la relación causal– junto con el mecanismo secundario de
la relación lógica para dar respuesta al "por qué de los porqués", es
posible obtener un conocimiento unificado del universo en una especie de
reedición de la metafísica clásica, pero respetando la autonomía de las dos
metodologías del conocimiento objetivo, que son la filosófica y la científica.
La palabra “metafísica” se usará como el ámbito de expresión
más abstracto y sobre todo más trascendental de la filosofía. Su función
específica es el conocimiento que se puede obtener a partir de las conclusiones
de la ciencia, pero llevado por un punto de vista filosófico a una escala más
abstracta, necesaria y universal, en una máxima conceptualización de la
realidad.
Sabemos que la palabra “metafísica” es a lo menos bastante
ambigua y equívoca, siendo empleada, ya en su forma más degenerada, por algunos
esotéricos para denotar las cosas que no son capaces de explicar, mientras le
confieren una áurea de misterio a algunas fantasías. Aquí se hará uso de la
mencionada palabra en el sentido que Aristóteles, o sus discípulos, le dio
originalmente para referirse a ideas bastante abstractas que parten de la
experiencia de lo real y que aspiran referirse a la realidad. Estas ideas
estaban contenidas en su tratado denominado Metafísica
para enlazarse de manera más bien práctica al libro que venía a continuación de
su libro llamado Física, el que
contenía temas más relacionados con una realidad más concreta.
El punto crítico de la metafísica es hallar una idea tan
trascendental, por lo universal y necesaria, que pueda explicar la totalidad
del universo y sus cosas. Si fuera imposible este anhelo, entonces caeríamos en
un relativismo insustancial. En el caso de hacer depender la filosofía de la
ciencia, el conocimiento metafísico viene a identificarse con una teoría
general del universo, esto es, con una única ley natural de carácter universal
y necesario que rige todas las cosas, pero que no es evidente de forma
inmediata. En este sentido la metafísica viene a ser la cúspide no sólo del
conocimiento humano, sino que del conocimiento filosófico.
El universo y sus cosas se nos presentan como caóticos.
Aparece como un desorden de mutabilidad y multiplicidad, de cambio y diversidad
sin sentido aparente. No obstante, nuestro intelecto persigue encontrar el
orden y la unidad en este caos, buscando darle racionalidad. En este afán se
presenta un primer problema. ¿El orden que se encuentra está en la razón o en
el universo y sus cosas? Algunos, como Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.),
supusieron que la razón impone orden al caótico universo y sus cosas. Platón
(428-347 ó 348 a. de C.) fue bastante más lejos cuando, al subrayar la
perfección de las ideas en contraposición a lo que representan, concluyó que el
mundo de las cosas sensibles no tiene existencia real, como sí lo tendría el
mundo de las ideas. Ciertamente, no todos los filósofos han pensado como
Anaxágoras o Platón, y han encontrado que el orden y la unidad del universo y
sus cosas están justamente en el universo y sus cosas, pudiendo la razón
encontrar aquello que le confiere orden y unidad.
La historia de la filosofía, y específicamente de la
metafísica, tuvo justamente su comienzo con el primer intento intelectual para
hacer inteligible la aparente confusión del mundo sensible. Un segundo problema
que se presenta para obtener orden es si esta característica trascendental de
todas las cosas, que es en consecuencia tanto necesaria como universal y que
llega a explicar todas las cosas, es una sustancia, una fuerza o un atributo.
Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.) propuso que dicha
característica es una sustancia primitiva, de la cual todo se construye y que
identificó con el agua. Otros amigos presocráticos de la sabiduría prosiguieron
por la misma senda. Anaximandro (610-547 a. de C.) propuso el infinito (apeiron). Anaxímenes de Mileto
(¿550?-480 a. de C.) supuso que es el aire. Empédocles (s. V a. de C.) atribuyó
esta sustancia a cuatro raíces: el fuego, el aire, el agua y la tierra.
Pitágoras (¿580-500? a. de C.) pensó que es el número. El mencionado
Anaxágoras, por su parte, creyó que el principio ordenador del universo es una
fuerza que la asemejó a una inteligencia (noús). Demócrito (s. V a. de C.)
sugirió más bien que la característica de todas las cosas es un atributo que
denominó átomo, aquello minúsculamente subsistente cuya identidad subsistiría
después de todas las divisiones que se pudieran hacer a una sustancia.
Heráclito (576-480 a. de C.) planteó otro atributo, el movimiento y el cambio (panta rei). Parménides (¿504-450? a. de
C.) expuso que tal atributo debía ser simple, inmóvil e inmutable.
El mismo Parménides llevó la discusión del atributo
universal y necesario a escalas bastante más abstractas que sus predecesores.
Como vimos, siguiendo esta senda, Platón lo atribuyó a la Idea (ideai), que tiene existencia en un mundo
no sensible. Aristóteles formuló la noción de que el ser tiene la
característica de ser el atributo de todas las cosas, y muchos filósofos
posteriores siguieron sus pasos para penetrar en los misterios de esta entidad,
cada uno dando su apreciación sobre el ser.
Muchas veces los científicos son también metafísicos. Al
comienzo de la ciencia moderna Descartes expuso que la sustancia no es una sino
que son dos muy distintas, la res
cogitans, que es espiritual, y la res
extensa, que es material. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) calculó
que no es una sustancia, sino que la fuerza de la gravitación universal. En
nuestra época, Alberto Einstein (1879-1955) propuso el continuo
espacio-temporal como la sustancia de la que el universo estaría compuesto.
Desde luego, la metafísica no pertenece al ámbito de la res cogitans de Descartes, de la manera
como él supuso que la ciencia, que estudia lo que tiene extensión, tendría que
ver con la res extensa. Nuestro
universo no es un compuesto de dos realidades distintas en una reedición más
extrema del dualismo griego, sino que la misma realidad se compone de distintas
escalas de estructuras incluyentes. Tampoco es la idea einsteiniana de un
continuo de espacio-tiempo, ya que tal entidad no es otra cosa que la condición
como la relación causal se lleva a efecto en la interacción de las cosas. A
continuación corresponde indicar que la complementariedad la estructura y de la
fuerza, como entidad abstracta de escala superior, representa cabalmente el
atributo común a todas las cosas, y es el objeto formal y material de la
metafísica.
La esencia de la metafísica
La distinción que Kant hizo entre el fenómeno y la cosa en
sí es real. En efecto, nosotros podemos concebir el fenómeno como
correspondiente a las funciones propias de cada cosa en cuanto origen de causas
y receptora de efectos. Luego, podemos concordar con Kant que las cosas pueden
conocerse por sus funciones si identificamos apariencia con función. Por
ejemplo, el verde del árbol. Así, pues, nuestros sentidos captan las
manifestaciones de las cosas y nosotros podemos relacionarlas ontológicamente
tras reunir orgánicamente sensaciones en percepciones, percepciones en
imágenes, imágenes en ideas en escalas ascendentes e inclusivas. En fin,
también podemos conocer sus relaciones causales.
Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también
podemos conocer la cosa en sí, el noumeno,
pues si podemos conocer la función, también es posible conocer su origen. Para
ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal
como la que se necesita para llegar a predicar el por qué es de todas las
cosas. Digamos que definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en
sí. Para conocer la cosa en sí debemos primero entender que toda cosa es
funcional, es decir, es sujeto de fenómenos, porque es estructura y fuerza.
Adicionalmente, al responder que las cosas son estructura y fuerza, se está
diciendo también que las cosas se componen de subestructuras de múltiples
escalas inferiores inclusivas y son partes de estructuras de múltiples escalas
superiores inclusivas. Por lo tanto, cualquier ser de cualquier escala puede
ser definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función
específica más relevante.
Toda cosa, es decir, toda cosa en sí, está compuesta de
estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Toda cosa es una
estructura funcional, pues ejerce fuerzas y es receptora de fuerzas. Por ello
toda cosa es tanto causa como efecto. Tanto la estructura como la fuerza son
los elementos que comparten todas las cosas del universo, definen a todo ser
por lo que es y explican en consecuencia la cosa en sí. Ambas pueden llegar a
ser conocidas tras comprender que las cosas se relacionan causalmente. La cosa
en sí no es un ente inmutable y eterno.
Esta comprensión proviene de entender al modo de la ciencia
que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son
estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como
producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura siempre
tiene la capacidad para ejercer fuerza en su calidad de causa, y es objeto de
fuerza en su calidad efecto. La relación causal se manifiesta como el traspaso
de energía entre la causa y el efecto. En el ejercicio de la fuerza una
estructura puede afectar otra estructura o verse ella misma afectada por otra
estructura de un modo absolutamente determinado según la fuerza ejercida y el
modo de ejercerla. La misma fuerza puede medirse y su tipo ser descrito.
Igualmente, la estructura puede ser conocida no sólo por sus manifestaciones,
sino que también por sus funciones. En fin, todo ejercicio de fuerza produce
cambio, aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que
no tenga una mentalidad más científica.
En consecuencia, nosotros podemos sostener, en contra de
Kant, que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas y
apriorísticas, sino a posteriori del
determinismo del universo y de cómo funcionan todas las cosas. Así, por mucho
que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su
propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del espacio y
del tiempo, y que viva además inmerso en una realidad en permanente
transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias
absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuados por nuestro
intelecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento
del universo. Tras entender el modo causal que tienen las cosas para
relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar
ontológicamente el origen del actuar causal y predicar estas características de
todos los seres del universo.
Existen dos órdenes de proposiciones trascendentales que lo
seres humanos podemos conocer con absoluta verdad. Reiteraré que por
trascendental debemos entender que son proposiciones necesarias y que son
válidas para el universo entero. El primer orden pertenece a las leyes
universales que llegamos a expresar y formular como proposiciones. Estas
proposiciones surgen del modo de funcionar del universo y sus cosas y que
podemos conocer a través de las relaciones causales. Por ejemplo, “la
temperatura de ebullición del agua a presión atmosférica es de 100º Celsius”;
“la fuerza de gravedad es directamente proporcional a la masa e inversamente
proporcional al cuadrado de la distancia”; “el agua son moléculas compuestas
por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno”. Con el explosivo avance
científico hemos podido llegar a conocer incontables leyes universales.
El segundo orden pertenece a la metafísica. Estas
proposiciones, cuya cantidad es escasa en comparación con el primero, surgen
del modo de ser del universo y sus cosas y que podemos obtener a través de la
abstracción de relaciones ontológicas en su máxima universalización. Una parte
importante de estas relaciones ontológicas son necesariamente leyes
universales. Por ejemplo, “todas las cosas del universo, incluido el mismo
universo, son al mismo tiempo estructuras y fuerzas”; “desde el extremo de la
escala fundamental hasta el extremo de la escala universal todas las cosas
están compuestas por estructuras de una escala inferior y forman parte de una
estructura de escala superior”; “en razón a su capacidad intrínseca para ser
causa o efecto toda estructura es funcional”.
Entre estos dos órdenes de proposiciones trascendentales
existen diferencias. Por una parte, las proposiciones del primer orden
provienen del conocimiento experimental de las relaciones causales, mientras
las proposiciones metafísicas surgen de nuestra capacidad de abstracción y de
nuestro mayor o menor conocimiento de la realidad. Por otra parte, la escala de
una ley universal es siempre específica, mientras que la escala de una
proposición metafísica ocurre en un ámbito abstracto y de conocimiento que
considera todas las escalas. Esta particularidad es de capital importancia si pretendemos
llegar a conocer el universo y su significación última.
Al parecer, nunca será suficiente resaltar la crucial
importancia que tienen las proposiciones metafísicas en nuestra comprensión de
la realidad. Podremos llegar a conocer muy bien cómo el universo y sus cosas
funcionan a través del conocimiento de innumerables leyes naturales, pero este
conocimiento queda irremediablemente corto para entender qué es el universo y
sus cosas. Podremos dedicar muchos recursos y esfuerzos a desentrañar las relaciones
causales que rigen el universo, y así mejorar indudablemente nuestras
condiciones de supervivencia, pero si no efectuamos la compleja y difícil tarea
de alcanzar relaciones ontológicas cada vez más abstractas y, por tanto,
universales con gran sentido crítico de permanente referencia a la realidad,
nuestra vida se desenvolverá sin rumbo definido, sumergida en el mito y en el
relativismo.
La relación metafísica
La relación metafísica es la máxima expresión de las
relaciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensamiento
filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras
la ciencia, empleando principalmente el método empírico, trata de la
universalización de la relación causal, en búsqueda de la ley que la explica
como una relación ontológica, con el propósito de obtener la certeza absoluta,
la metafísica trata de la universalización de las relaciones ontológicas con el
propósito de conseguir la máxima conceptualización del universo en procura de
la unidad de la verdad. Estas diferentes funciones es lo que distingue la
metafísica de la ciencia.
En consecuencia, la primera condición de la relación
metafísica que tenga un sentido verdadero es que la misma pregunta "¿por
qué es?" que llega a formular surge del preguntarse ¿qué es? de la
filosofía, y "¿cómo es?" y también "¿por qué del cómo es?"
de la ciencia. La segunda condición es que la organización del conocimiento
metafísico debe depender de parámetros ontológicos que provengan de las
respuestas científicas establecidas y consolidadas en una estructura de
conocimiento en una escala superior desde donde se abre la posibilidad de dar
respuesta a la pregunta que formula la metafísica.
La importancia de situarse en la máxima escala posible de
las relaciones ontológicas que es dable derivar de las relaciones causales y
lógicas es doble. En primer lugar allí se puede obtener un conocimiento
conceptualizado y unificado de un universo puramente real, en contraposición
con el universo puramente ideal que encuentra el idealismo. También evita
categorías inmateriales impuestas a
fortiori, como forma, espíritu, etc. Por el contrario, lo múltiple y lo
mutable, formulados por la ciencia en hipótesis, modelos y teorías para obtener
las leyes que rigen el cambio, pueden adquirir un significado distinto cuando
se los somete a relaciones ontológicas que incorporan las categorías de la
complementariedad de la estructura y la fuerza, donde la causalidad del
universo juega un rol esencial, en vez de la noción de ser, que en su
inmutabilidad y unidad se vuelve hermética e ideal. Ello puede fundamentar la
respuesta al ¿por qué es? universal, dándole su verdadera significación.
En segundo lugar, el discurso ubicado en la escala máxima de
nuestro acercamiento cognoscitivo del universo es mucho más que el metalenguaje
de un lenguaje. La identificación de las relaciones ontológicas en sus
distintas escalas con lenguajes y metalenguajes pertenece a una concepción del
ser puramente nominal, incapaz de articular representaciones trascendentales de
las cosas objetivas y de otorgar al pensamiento primacía sobre el lenguaje. En
efecto, el discurso metafísico contiene herramientas conceptuales
suficientemente abstractas como para referirse a la totalidad del universo sin
exclusión y de manera necesaria.
Los conceptos de la complementariedad estructura y fuerza,
esto es, de la composición espacial de la estructura y su funcionalidad y de la
unidad última de la fuerza y su accionar en el tiempo, son tan trascendentales
como el concepto de ser, pero considerablemente más significativos que éste,
pues representan a la constitución íntima y fundamental de todos los seres del
universo. Así, lo trascendental en el universo es ciertamente la
complementariedad de la fuerza y la estructura. Sin embargo, estas
características provienen de los dos principios constitutivos del universo, que
son también trascendentales y que podemos comprender. Estos son la materia y la
energía. También las dimensiones que generan en su interacción, que son el
tiempo y la energía, son trascendentales. El tiempo mide la duración de un
proceso, mientras que el espacio mide la extensión donde se verifica dicho
proceso, y sabemos que absolutamente todo está continuamente cambiando dentro
de procesos orgánicos. Adicionalmente, el interactuar mismo es trascendental,
que es la relación de la causa y su efecto. Sobre todos estos trascendentales
podemos tener conceptos, que son desde luego muy abstractos y que conforman
nuestras relaciones metafísicas.
La respuesta a la pregunta “¿por qué es?” está comprendida
entre la abscisa de cantidad y la abscisa de constitución, funcionamiento y
desarrollo, para llegar a la relación causal, puesto que está dirigida a
estructurar sintéticamente tanto la universalidad de las leyes como la universalidad
de las significaciones. Desde la perspectiva científica, la respuesta alcanza,
primero, a la determinación del funcionamiento de las cosas, en respuesta a la
formulación de hipótesis, para propender a través de modelos y teorías a la
determinación de las leyes que rigen el funcionamiento de las cosas dentro de
todo el ámbito del universo. Desde la perspectiva metafísica se llega a lo
universal y necesario de las cosas en función de la complementariedad de la
estructura y la fuerza.
Por la comprensión de la relación causal se penetra en la
complejidad. Esta nos va pareciendo mayor en la misma medida que el universo va
creciendo a nuestro conocimiento, o que vayamos adquiriendo mayor conciencia y
conocimiento de sus distintos aspectos; y si la complejidad del universo es
infinita para nuestro conocimiento, la potencialidad de la ciencia es también
infinita. Pero el límite lo impone, en primer lugar, nuestra cultura
científica-filosófica, y en segundo lugar, nuestra propia capacidad
cognoscitiva en particular, nuestro caudal específico de conocimientos acoplado
a nuestra conciencia específica de la realidad. La complejidad constituye, por
derecho propio, una coordenada de conocimiento que parte desde lo simple hacia
la complejidad infinita.
Aunque lo múltiple y lo mutable puede ciertamente predicarse
de la complejidad, lo que la caracteriza es la relación causal: el tipo de
fuerza, la escala de la estructura, la amplitud del proceso. Ello exige del
método científico un gran esfuerzo para penetrar en la incertidumbre de lo
indeterminado, lo relativo y lo complejo. Descartes, en los albores de la
ciencia, intuyendo la incertidumbre que había en ese campo del conocimiento,
prefirió dar marcha atrás para refugiarse únicamente en la coordenada de la cantidad,
de lo extenso, y dedicarse a buscar ideas claras y distintas, afirmando en
primer lugar que el ser depende del pensar. Su esfuerzo concerniente a buscar
la racionalidad del universo sigue siendo válido, a pesar de que en la
actualidad sabemos que en medio de su gigantesco desarrollo la ciencia penetra
cada vez más profundamente en lo complejo de la realidad. Sin embargo, la
realidad, para su comprensión cabal, depende de la mayor escala de abstracción
que podamos alcanzar de las relaciones ontológicas. Y en esta escala las ideas
se tornan nuevamente en claras y distintas cuando introducimos los conceptos de
estructura y fuerza.
El pensar metafísico
Hemos visto que ha habido en la historia de la filosofía una
cantidad apreciable de intentos para buscar racionalidad en el universo y sus
cosas. Ciertamente, la búsqueda de racionalidad procura encontrar la unidad y
la verdad en donde lo primero que aparece a nuestro intelecto es la diversidad
de lo múltiple y lo mutable, que son fuente de potenciales contradicciones. El
problema de todas estas distintas concepciones filosóficas para conceptualizar
la totalidad de las cosas del universo es uno solo: llegar a un concepto lo
suficientemente abstracto y trascendental que pueda predicarse
significativamente de todas ellas como referente de todo. Si este concepto
tuviera la capacidad de ser predicado de todo, se superaría la contradicción y
podría ser posible la verdad en esta misteriosa realidad.
Lo anterior implica que la relación ontológica más universal
de todas, que es de la escala de abstracción máxima y que es, por lo tanto,
propiamente metafísica, debe estar firmemente asentada en las relaciones
causales que provee la ciencia si se desea llegar a determinar la verdadera
característica que hace de la multiplicidad y mutabilidad de la realidad tener
racionalidad. Esta relación ontológica más universal debe referirse cabalmente
al mundo real, y resulta ser falsa si contradice de alguna manera las
relaciones causales que descubre la ciencia. Precisamente, el mundo real es un
mundo de relaciones causales, y estas relaciones comprenden la materia y la
energía, el tiempo y el espacio y, en último término, la estructura y la
fuerza. En consecuencia, el problema que la metafísica debe resolver es ¿qué es
lo trascendental que tienen todas las relaciones causales para que puedan ser
representadas por una sola relación ontológica unificadora, aquélla de máxima
abstracción?
Además, a diferencia de una sustancia, la entidad universal
y unificadora debiera ser en realidad un atributo de las cosas si se quiere que
éstas sean justamente sujetos y objetos de las relaciones causales. En cambio,
una sustancia tendría una realidad distinta de las cosas, las que, desde el
punto de vista metafísico, demandan de una relación ontológica que las englobe
con necesidad. No podría existir una relación ontológica que se refiera el
mismo tiempo a una sustancia y a las cosas.
Por su parte, la noción de “ser”, aunque tiene la virtud de
referirse a todas las cosas, tiene el problema que ella resulta ajena a las
relaciones causales. La complementariedad fuerza-estructura es el atributo
unificador, necesario y universal del universo y sus cosas. Surge como la
explicación de todas las relaciones causales, comprende los principios constituyentes
del universo y sus cosas, es a la vez el concepto de máxima abstracción de
todas las relaciones ontológicas y tiene la misma extensión que el concepto de
ser.
Un problema adicional es si acaso nuestro intelecto
abstracto y racional es el único instrumento que tenemos para encontrar el
sentido de las cosas. Debemos pensar que si nuestra “conciencia de sí,” en su
interacción con el universo, logra generar un conocimiento objetivo de la
realidad, nuestra “conciencia profunda” puede conocer la realidad desde otra
escala con una perspectiva misteriosa. Esta diferencia de escalas no se refiere
al tipo de conocimiento, sino que se refiere al tipo de conciencia. De este
modo, para la conciencia de sí, las relaciones ontológica, causal y lógica son
tan fundamentales que la definen. En cambio, para la conciencia profunda, lo
fundamental es la apertura humilde y sincera a lo misterioso de la realidad,
principalmente de aquélla que transciende al universo. La verdad objetiva,
objeto del conocimiento racional, es distinta de la verdad que surge en la
conciencia profunda que se sustenta en una actitud humilde de fe.
Es bueno señalar que tanto la capacidad de obtener una
relación ontológica de máxima abstracción a partir de las relaciones causales
develadas por la ciencia como llegar a verdades presentadas por la conciencia
profunda son distintas a las conclusiones del pensamiento lógico, propio de la
conciencia de sí y de la razón. Este pensamiento puramente racional avanza
dando paso tras paso de una manera perfectamente coherente. Dos razones en
desacuerdo pueden llegar incluso a coincidir en la misma conclusión si en el
diálogo se descubre el error cometido, o la omisión en la argumentación. Tanto
como en forma lógica se puede obtener acuerdo acerca de una conclusión, en la
misma forma se puede derivar una acción consecuente. Esta puede ir desde una
partida de caza o la construcción de un puente, hasta implementar la “solución
final” nazi o apretar el botón rojo para iniciar el holocausto nuclear. Estas
acciones son perfectamente racionales y coherentes y derivan de los pasos
lógicos que se dan dentro de una misma escala.
Evidentemente podemos observar que un ser humano no se
reduce a su capacidad de razonar lógicamente, cual computadora, y que una
acción no se reduce a su lógica interna. Una teoría general del universo no
puede darse sin una conciencia que tenga por referencia el origen y sentido del
universo, y dentro de este marco, nuestro origen y sentido como personas, y tal
conciencia es producto de la capacidad humana de abstracción. Además, la
conciencia profunda, que funciona en una escala mayor, provee el marco de
profunda sabiduría y humilde admiración dentro del cual el conocimiento
objetivo y la acción lógica se pueden desarrollar más fecundamente.
Así pues, una acción moral no se valida desde la conciencia
de sí, ni tampoco desde una legislación objetiva. La acción moral es validada
desde la escala ocupada por la conciencia profunda, íntimamente subjetiva, que
se desarrolla dentro de un marco de visión cósmica y trascendente y de
valoraciones que provienen de cómo entender el sentido último de la vida. La
bondad o la maldad de una acción moral son juzgadas según este marco de la
conciencia profunda. El imperativo categórico, para utilizar una expresión de
juicio moral, no proviene de un comando de la razón objetiva, como supuso Kant,
sino que de una apreciación que incluye la realidad misteriosa. El racionalismo
no logra explicar un metalenguaje moral. Tampoco una acción moral llega a
responder a una ley universal, como pensaba Kant, si no es aquélla del mandato
evangélico de caridad. Sin embargo, estos temas están más vinculados con una
filosofía moral o una teoría moral que con una epistemología.
No debemos olvidar que nuestra racionalización de la realidad
puede verse degradada por dos perniciosas influencias que dificultan llegar a
la verdad objetiva. Por una parte está nuestra humana tendencia para
racionalizar en simples y fáciles consignas abstractas la compleja realidad,
aquella que los antiguos filósofos griegos identificaron con el caos. Así, nos
resulta cómodo distinguir lo bueno de lo malo, darles valores absolutos,
identificar lo malo con un legítimo otro como el enemigo que debe ser
destruido. Por la otra se encuentra la pervivencia de creencias que casi se
pierden en el tiempo, transmitidas por la cultura y que comandan nuestra
cosmovisión en todos los terrenos. Por ejemplo, no estamos conscientes que
somos esclavos del dualismo platónico y del gnosticismo maniqueo gracias a
ideas muy asentadas en la cultura occidental. A través de estas mismas ideas,
ha pasado también la suposición del Génesis que nuestra naturaleza se encuentra
caída, pero que puede ser recuperada por una intervención divina. J. J.
Rousseau (1712-1778), a partir de esta idea, nos trajo la idea del hombre
natural, primitivo, como el ideal perdido por la civilización. Aceptamos el
derecho de propiedad explicado por Juan Locke (1632-1704), incluso en su forma
absoluta que lo estableció por sobre los derechos a la vida y a la libertad
tras la implantación del capitalismo. Hemos hecho nuestros el ideal de
autorrealización personal como el objetivo de la vida del individuo, sin estar
enterados que Alfred Adler (1870-1937) lo propuso como forma para evitar
traumas. Y así, sin saberlo, se ha ido construyendo el edificio de nuestras
creencias más queridas.
Mientras tanto, la revolución científica, que se propuso
desentrañar de la realidad el ancestral caos, ha efectuado avances enormes
desde Galileo. Uno de los propósitos de la ciencia es ordenar este aparente
caos. Así, Linneo clasificó las especies del reino vegetal y del reino animal.
Mendeliev hizo lo propio con los elementos químicos, estableciendo la tabla
periódica. Los físicos atómicos todavía siguen clasificando partículas subatómicas
y los astrónomos, estrellas y galaxias. Hasta el intrincado genoma humano ha
sido clasificado. Otros de los propósitos de la ciencia es el entender cómo
funcionan las cosas. En este objetivo Darwin develó el mecanismo de la
evolución biológica, Bohr, la estructura atómica, Freud, el subconsciente,
Watson y Crick, la doble hélice del ADN.
Uno podría concluir que todo este gigantesco desarrollo
científico, que resalta la relación causal como la explicación del acontecer,
nos ha dado la sabiduría, mientras ha estado exterminando formalmente el mito.
Sin embargo podemos observar que la gente sigue atada irremediablemente a su
propia inveterada y arcaica cosmovisión. La razón es que la ciencia ha podido
demostrar efectivamente que la realidad resultó no ser caótica, sino que muy
compleja, siendo el caos sólo aparente. Pero al mismo tiempo, ella ha resultado
ser incapaz para responder a las últimas cuestiones, aquellas más
trascendentales para la existencia personal. De ahí que la metafísica esté
llamada a recuperar el sitial que tuvo en los momentos de mayor clarividencia
de la historia humana.
Santiago de Chile
------------
Perfil del autor: https://plus.google.com/u/0/108633346615235354579/posts
No hay comentarios:
Publicar un comentario